miércoles, 23 de septiembre de 2009

Bluefields mestizo

La tierra del Palo de Mayo es la tierra de vaqueros chontaleños que escuchan rancheras en lugar de reggae y comen nacatamales en lugar de rondón. Bluefields, el corazón negro del país es cada día más un territorio de mestizos.

Dos hombres con botas de hule debajo del pantalón y camisas abiertas anudadas en la barriga, salen por las puertas batientes de una cantina. Afuera, no hay caballos amarrados. Más que caminar se mecen y balbucean frases que ni se entienden ni se escuchan. Por encima de sus voces anestesiadas por el ron, se impone el berrinche del buki mayor, Marco Antonio Solís, el mexicano que siempre le canta a la cabanga. La canción, la cantina y la pareja de campesinos embebidos hasta los talones no tendría nada de particular si estuviera ubicada en cualquier caserío montañoso de Jinotega o en cualquier pueblo ganadero de Chontales, donde esta atmósfera es natural, pero la pareja, la canción de despecho que suena al fondo y la cantina, están a cuadra y media del parque central de Bluefields, la cabecera departamental de la Región Autónoma del Atlántico Sur (RAAS) la capital de los creoles del país y del Palo de Mayo, la ciudad negra que en las últimas décadas ha visto como, por efectos del avance irrefrenable de la frontera agrícola, su paisaje ha cambiado tanto que ahora al lado de las comparsas se hacen desfiles hípicos y lo mismo se venden nacatamales o tortilla con cuajada que rondón y sopa de mariscos. Bluefields, dicen los bluefieleños, se ha “chontaleñizado”.
Esta llegada masiva de chontaleños a Bluefields, que realmente incluye a gente de todo el país, arrancó en la época del presidente José Santos Zelaya, a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Según el historiador Johnny Hodgson, actual secretario político regional del FSLN, fue entonces cuando “vino una gran cantidad de mestizos” a la bahía bluefileña. La mayoría eran de Granada y León, detalla Hodgson quien mueve sus largos brazos como dos ramas de Coco bamboleadas por el viento. Detalla que tras lograr la reincorporación de la Mosquitia a Nicaragua, Zelaya, repartió el 10 por ciento del territorio de la costa Caribe como una manera de recompensar a sus seguidores que participaron en la expedición militar que había culminado con éxito.
Pero muchos de esos beneficiados, sólo volvieron la cara hacia ese suelo remoto del país, habitado por indígenas y afrodescendientes, cuando se habló de la posibilidad de construir un canal interoceánico.
Esa primera oleada de mestizos arribó de la mano de Rigoberto Cabezas y Juan Pablo Reyes que llegaron para desempeñar cargos de confianza. El uno fue inspector general de la Costa y el otro gobernador-intendente. A partir de ahí, la nomenclatura de apellidos en la que dominaban los Gordon, Dixon, Omier y Hodgson empezó a revolverse en una suerte de spanglish con los Reyes, Cabezas, Martínez, Lacayo


Bajando por la calle del parque, abajo de la cantina que dejaron los dos borrachos, se llega a la discoteca Cimas, un edificio de tres plantas. En el primer piso funcionan varias tiendas durante el día, y en los restantes --los dos de arriba-- queda el bar y la pista de baile que abre todas las noches. La música que programa el DJ en Cimas es quizás la mejor prueba del gusto multiétnico que impera en Bluefields: baladas románticas en español, bachatas de Ventura, merengues de Juan Luis Guerra, salsa en todos los tonos, hasta lo más caliente de la soca y el calipso, y las novedades del reggae y el reggaetón. Ana Martínez, bluefileña de 34 años, visita el Cimas de vez en cuando. Ana es parte de una generación de bluefileños con orígenes en el pacífico. Su mamá es de Juigalpa, Chontales y su papá de Estelí.
Los dos se conocieron en la capital de la RAAS el día que su papá bajó de uno de los barcos que capitaneaba y vio a su mamá que había llegado a esa ciudad costera en compañía de su hermano mayor, que administraba una reconocida funeraria.
Ana, de tez clara, cara redonda, pelo largo y ondulado, dice que se ha criado entre el pan de coco y la güirila, entre el patí y la rosquilla, entre la yuca y la tortilla.
Ana, que es madre de tres hijos, se casó y divorció con otro mestizo, pero dice que no tiene prejuicios en enamorarse de hombres de otros grupos étnicos. “He tenido novios criollos y tengo una hermana que es casada con un criollo”, dice Ana, quien a la hora de bailar tiene acentuado en sus caderas ese cadencioso estilo costeño. Ella, definitivamente, se identifica más con una soca que con una ranchera.
“No sólo a Cimas también voy a Four Brothers”, dice Ana refiriéndose al popular rancho de baile con piso de tambo y paredes de tablas que se localiza en el barrio Punta Fría, uno de los cuatro que congregan a la población creole de Bluefields.
Los otros tres son Beholden, Old Bank y Pointen. En ellos, la mayoría de los que circulan son pobladores afro que profesan la religión morava.
Se ve uno que otro mestizo, pero estos se concentran más en la zona central de Bluefields, o en barrios como el Pancasán y Santa Rosa, donde también convive un pequeño grupo de pobladores ramas.
Herminson Gordon, 62 años, ha vivido siempre en Beholden. Gordon, quien tiene brazos largos de su época de carpintero, dice que en el centro de Bluefields, todavía sobreviven algunas casas de madera que él ayudó a construir. Ahora, este hombre de pelo crespo y hondos ojos, procura no salir del barrio. Por las tardes, se le ve en la acera de la calle principal, al lado de una mesa en la que recae su sobrevivencia y la de su esposa. Los mayores compradores de Gordon son los alumnos de la escuela Dinamarca, el único colegio completamente bilingüe de Bluefields. Gordon, que trabaja junto a su esposa, no tiene comentarios que hacer sobre la presencia creciente de mestizos en la ciudad. Después de todo, él sale muy poco del barrio.
No existe un dato exacto de cuántos creoles viven en Bluefields, pero Johnny Hodgson, estima que el 85 por ciento de los creoles de la RAAS, que en total son cerca de 50,000, se concentran en la cabecera regional. Sin embargo, el número de mestizos es de lejos, mucho mayor: son unos 300,000 en toda la región. La mayoría están esparcidos en otros municipios y comunidades. Hay asentamientos importantes de mestizos en Punta Gorda, en el sector de Laguna de Perlas, en la Desembocadura del río Grande de Matagalpa, el municipio que está más al norte de la RAAS.
Después de la ola de Zelaya, a comienzos de siglo 20, se registraron importantes desplazamientos hacia la RAAS, en las décadas de los setenta, ochenta y noventa.
La de los sesenta ocurrió cuando los terratenientes del algodón en Occidente, León y Chinandega, presionaron al gobierno de Anastasio Somoza a que entregara tierra a los campesinos que ellos expulsaban con el monocultivo. Fue bajo esta lógica que se creó Nueva Guinea, el asentamiento que más tarde se convertiría en departamento, y que se implantó en pleno bosque, en suelos con vocación forestal no agrícola, recuerda Hodgson.
En los ochenta fue la revolución, la guerra, la reforma agraria los factores que agregaron a otros miles de campesinos del norte y del pacífico a la geografía costeña. Y por último, en los noventa, la desmovilización de armados que promovió el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro, sumó otros miles de machetes a las tierras que habían sido de los creoles, miskitos, ramas, garífonas y mayagnas, los cinco pueblos autóctonos de esa región.


En busca de fortuna, María Domitila Zúñiga se instaló en Bluefields hace 18 años. No la desplazó la guerra. Tampoco la búsqueda de un pedazo de tierra. Domitila, originaria de Masaya, llegó a esa ciudad con una canasta de melones, tomates y piñas.
Venía de Corn Island, la isla de aguas colores turquesas que está a tres horas en lancha de Bluefields. Fue a parar a la pequeña isla con sus paisanas. Pero se cansó de pagar tanto por el traslado de los productos perecederos que casi siempre llegaban a punto de malearse.
Domitila que había trabajado en los mercados Oriental y San Miguel de Managua, dice que se aventuró en la costa porque le habían dicho que se ganaba bien. Y no le mintieron. En los casi 20 años, dice que no se puede quejar. “Tengo una casa en el sector de la Laguna de Apoyo, y voy casi siempre una vez al mes”, dice mientras despacha cuatro melones por 120 córdobas a un señor creole que titubeó un par de veces antes de decidirse a llevar la costosa fruta.
Frente a Domitila nadie se queja, pero es lugar común que hay malestar entre algunos costeños por la presencia de tantas masayas al frente del negocio de frutas y verduras.
“Yo lo que digo es que todos somos nicaragüenses y todos tenemos derecho”, dice Silvio Lacayo, un mestizo nacido en el Bluff hace 65 años.

No sé sabe exactamente cuándo, pero desde hace algún tiempo, el cumpleaños de Bluefields se celebra con una comparsa de bailantes, que se viste con ropas multicolores, y que al ritmo del agitado Palo de Mayo, se mueve por las principales calles de la ciudad. Por las mismas avenidas también avanza un desfile hípico. Los que montan a caballos como en Juigalpa o en Acoyapa, van con sus sombreros, botas de caña alta de cuero y puntudas, espuelas con estrellas, monturas de cuero. Casi todos son mestizos. Es raro ver a un creole, pero se ven como también hay creoles en las cantinas donde se escuchan canciones de los Tigres del Norte o se baila al ritmo de Cumbia King.
“A mí me gustan los hípicos, pero no en Bluefields. Me gusta en los lugares donde el desfile se hace por tradición, no aquí”, dice Ana Martínez. Sin embargo, historiadores, sociólogos de la región creen que este es un efecto más de ese mestizaje inevitable que sobrevive en Bluefields, donde también se hacen apuestas de gallo y se celebran Purísimas, una tradición que años atrás tampoco se acostumbraba.

“Familia Lacayo-Ortiz”. La pequeña placa negra se lee sobre una puerta verde, al lado de un casino en el barrio Central de Bluefields. Es la casa de Silvio Lacayo, una de las pocas casas de madera y de dos plantas que todavía se ven en Bluefields, donde la mayoría de las viviendas se construyen de concreto, con ventanales ahumados y colores pasteles, a la hechura de las nuevas urbanizaciones de Managua. La explicación del uso del cemento como material principal en las construcciones es histórica y sencilla: empezó a usarse después del paso del huracán Juana, en octubre de 1988.
En la casa de Lacayo, quien se casó con una mujer de Juigalpa y procreó cuatro hijos, es un pequeño ejemplo de cómo viven muchas familias en Bluefields. Se desayunan huevos con tortillas o pan de coco, se almuerza pescado o sopa de mariscos y se come patí.
Lacayo, dice que al principio su esposa no conocía las comidas de la zona, pero que ahora es una experta en la gastronomía caribeña.
Y como en el resto de Bluefields, a la casa de Lacayo no dejan de llegar pobladores de otras partes del país. Hace menos de dos meses, que vive con ellos una sobrina de su esposa, que es originaria de La Libertad, Chontales. Solangie González, de 17 años, dice que se instaló en Bluefields por estudios. Lleva mes y medio estudiando comunicación social. “A mi mamá le daba horror que me fuera a Managua y a mí también. Entonces mi prima la convenció de que me viniera para acá”, dice la muchacha de ojos café claros. En Bluefields, Solangie se mueve como pez en el agua. “Me gusta como es la gente aquí”, dice Solangie mientras posa para una fotografía y besa la frente de Pastora Joseph, una mujer negra de casi 80 años que vive en Pointen, y que no sabe que Solangie es la última de un contingente de mestizos que cada día se afianza más en Bluefields.

(publicado en revista Magazine diario La Prensa 5-04-2009

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Fiera suelta

Peeeeeeeeeep. Es eterno. Amarillo. El semáforo está en amarillo-rojo. Cinco segundos. Todo el mundo puede romperse en ese tiempo.
Otra vez se tira la roja. Lo ha hecho muchas veces hoy. Son casi las seis, hora pico, va a oscurecer, Hay prisa. Aunque siempre va al mismo lugar. Es veloz. Rudo. El macho del pavimento. El rey de esta jauría a medio asfaltar. Que los carros se abran para dejarlo pasar. Que las motos dejen de zigzaguear que esto no es una carrera de obstáculos quién les ha dicho, aquí los carriles son nada más para uno o para sus similares. Que las bicicletas, ¡por favor!, no se les ocurra salir de las cunetas, mejor que suban a los andenes y allí que tropiecen como carros chocones a los que caminan en dos patas. Y a esos carretones de caballos, ¿quién les ha dicho que pueden andar con semejante paciencia delante de ellos? Esto es una ciudad (¿así?) Que se aparten también y que se ubiquen. En esta calle repleta de cráteres, por la que no circula ningún alto funcionario de la Alcaldía porque si no ya estaría rellena como el cutis de la primera dama, sólo hay espacio para este bus amarillo que alguna escuela gringa descartó, pero al que dejaron de contarle los años en las calles de esta ciudad desorientada como un charco de orines. Los que van sentados en ese vientre de lata se sobresaltan. Alguno, a nombre del colectivo aterrorizado, gritará: “animaaal, queremos llegar”, pero ese grito lo ahogará el peeeeeeeeeeeeeepp que nunca acaba. Es mejor aferrarse al tubo como la lora de la vecina que se cruzar por el alambre del tendedero. Al final del pitazo puede haber lo que nadie quiere, pero ocurre a toda hora: otro accidente, cuerpos torcidos como los de un contorsionista, sangre, vísceras regadas, huesos pelados, ojos blancos, alaridos. Dolor y cámaras que se pueden evitar. La verdad es que voy a pie y el peeeeeeep me aturde, me enerva, creo que si encuentro algún conocido seguro que lo pateo en lugar de pelarle el diente. Solo me acuerdo de la vez que iba en un Robur, en una mini-ruta hace buen rato porque ya ni circulan, y un pitazo con su frenazo incluido, me dejó sobre una barriga de ocho meses. La futura mamá no tuvo fuerzas ni para putearme. Un coro unánime le gritamos de todo al conductor. Oyó varios pronósticos sobre su muerte y la de sus parientes, pero le valió. No pasó nada. No pasa nada al final de ese peeeeeeeeep. Ni al final de este otro ahora. Por 2 córdobas con 50 centavos los rumiantes, el ganado mal comido, que es como nos tratan los buseros, dejamos que la fiera vuelva a rugir y salte en la próxima amarilla.

P.D: Este no es el país de la alegría estadística así que tengo licencia para mi rabia, creo