viernes, 30 de octubre de 2009

Carta desde Cuba



La Habana de noche es un inmenso manto negro con unos puntos luminosos dispersos. Sin luna. Así la vi desde el avión como un trozo del cielo infinito. Pero la capital cubana es sólo un pedazo de tierra dentro de otro más grande, con aspecto de lagarto anclado en el mar. Sus calles se ven todas amarillentas bordeadas de edificios ruinosos con altos balcones descascarados, debajo de ellos hay puertas despintadas y escaleras abruptas y destartaladas que conducen a laberínticas aldeas humanas en las que escasea el agua y la luz, en las que, en algunos casos, todavía se ignora la televisión a color.
Da la impresión que se camina por una exposición permanente de retratos sepias tomados dos siglos atrás, los que en cualquier momento pueden despintarse o venirse al suelo, como un castillo de naipes. Hasta una mala mirada puede ser letal para los edificios ruinosos de La Habana. No exagero. O bueno, tal vez sí.
En todo caso, el Buró del Poder Popular puede desmentirme, y a eso me expongo al apelar a mi memoria, pero recuerdo que cuando vine la primera vez, hace casi cuatro años, en vísperas de la navidad que dejó de pasar inadvertida en la isla desde que llegó el Papa, en la esquina de alguna, de las ocho páginas, del Gramma, el diario oficial, leí que la lluvia había derrumbado 125 casas como una baraja de cartas. No fue una tragedia irremediable, menos mal. Nadie murió. Los cubanos hicieron alardes de un sistema de prevención que ya quisiera Nicaragua. La gente fue sacada a tiempo y no se habló más del caso. Sólo quedaron los chistes negros. Hasta el fin de año la isla entera estuvo fría esa vez.
Ahora regreso de nuevo en los primeros días de noviembre. Es la última semana en que el dólar está a la par del “chavito”, el peso convertible que inventó “don Pomposo” –como le dice una amiga a Fidel Castro, quien por cierto salió con esta “genial idea” después de su caída- para sustituir a la moneda gringa que corre como agua por los restaurantes, paladares y hoteles de la Habana. En las “shopping” ya no correrán más los dólares. Por estos días, mujeres de pelo teñido, abuelos negros de pelo blanco y hombres en chancletas y pantalones cortos, hacen colas bajo el sol para deshacerse de los billetes verdes mandados por sus parientes desde Miami. El billete del imperio deja de circular, tras una década de humillar al peso cubano y, de crear una división social. Unos compran con “chavitos” en las tiendas con aire acondicionado y otros que sólo tienen pesos se conforman con ir a las “trapishopping”, a comprar trapos usados.
En una de las noches, de esos días agitados por el cambio de moneda, estoy en el malecón con Idania, una mujer cincuentona que en su cuadra es fundamental. Es presidenta del Comité de Defensa de la Revolución, CDR, la versión cubana del CDS (Comité de Defensa Sandinista) que hubo en los ochenta en Nicaragua. Idania, que es madre de dos hijas, sabe de muchas cosas. Pero esta noche hace gala de sus conocimientos de historia. Primero recorremos El Prado, a la avenida que voy a volver dos veces más por el día y en donde sin querer conoceré a una mujer matancera que viajó a visitar a su hijo que es parte de la selección de natación.
Idania, que improvisa como guía, me muestra el monumento a José Martí al que van los niños cuando se inician como pioneros. Al pie del prócer están las tumbas de los siete estudiantes de medicina fusilados antes de la independencia. Idania termina de contarme este episodio de la historia cubana frente a un pedazo de pared, donde, según ella, acribillaron a estos siete muchachos. Atrás ruge ese mar nocturno que salpica siempre el malecón.
Un hombre vestido de gris y boina azul cruza la calle. Hay otro con el mismo uniforme a la izquierda y más allá, a la derecha va otro con el mismo traje. Se ven tantos, pero tantos policías que uno cree, que están puestos en cada esquina. La Habana es dueña de una seguridad envidiable en cualquier país de Latinoamérica, dice Idania, quien nunca ha salido de la isla, aunque más tarde me cuenta que ya se ha escuchado de uno que otro arrebato de prendas de oro.
Entre esas paredes maltratadas por el tiempo y el salitre también circula un ejército de médicos. Son el orgullo cubano. Idania me dice que hay uno por cada 120 familias, cada tres ó cuatro cuadras.
Son casi las 10 de la noche y seguimos caminando por el malecón.
Hay poco tráfico en el sector. Se ven carros enormes de los 60, 50, 40 y hasta de los 20, verdaderas joyas de colección que han sido reinventados en su interior. Corren en perfectas condiciones. Invaden sin prisa las principales arterias de la ciudad. Alguien se ufana de la antigüedad y dice que Cuba tiene el mayor museo rodante del mundo. Puede ser. No sé nada de carros, sólo manejo bicicleta, así que no es un tema que esté en condiciones de discutir.

Flores nocturnas
Olas furiosas rompen sobre el cordón de cemento. Su baba salada llega hasta la acera. Me mojo los zapatos. La brisa es cálida como las luces amarillas que iluminan la avenida y pegajosa como las caricias atrevidas de las flores nocturnas que ruidosas se plantan frente al muro en busca de unos “chavitos”.
Idania, muy amable, concentra su mirada en los edificios por los que vamos pasando, y me habla del proyecto de restauración que se está realizando. Es una maravilla a la que se le invierte mucha plata, dice. Se están recuperando muchas casas del casco viejo y del centro de La Habana, también decrépito. A la par de magníficos inmuebles de apartamentos hay escombros esperando su turno de rehabilitación. Me muestro interesada en el tema, del que había escuchado hablar la primera vez que estuve en La Habana, pero ante lo vivo es imposible seguir escuchando lo muerto. Como máximo tendrá 20 años. Quizá menos. Es negra como la noche sin luminarias de La Habana, vista desde el cielo. Viste entera de blanco. Está en un jolgorio con tres muchachos, pero cuando ve venir a una pareja con pinta de “yumas” (extranjeros) abandona el muro de un salto. Ella se planta con las piernas abiertas y los tacones firmes sobre el andén. Su carne firme que parece tallada en madera, ataja el paso a uno de los tipos que bastante contento le pela los dientes. Ella se le resbala, y le habla en tono seductor, le hace guiños, se le pega como chicle lo más que puede. El tipo la evade y camina en reversa. En el regateo, sin quererlo dan una vuelta casi de salsa sobre el pavimento. Como si se tratara de una escena de teatro, el trío de amigos que la miran, desde el muro del malecón, se carcajea. Haciéndole tiempo, el amigo, que acompaña al potencial, cliente camina lento. Adelante le cortan el paso otras jineteras, como les dicen en Cuba a las prostitutas. Son tan bonitas que parecen sirenas escupidas por el mar.
En un último intento desesperado, la negra de blanco le agarra la portañuela del pantalón. Su gesto no surte efecto. Al contrario, acaba por ahuyentar al hombre, que sale despavorido. A ella no le queda más que voltearse hacia sus amigos y, con ellos se revuelca de la risa.
Después de ver la escena, Idania me comenta un poco enardecida y desconsolada, que la liberalización del dólar incentivó la proliferación de la prostitución. Unos amigos me cuentan que en el “mercado negro” se halla Babilonia o Putas en La Habana, un libro prohibido, sin pretensiones literarias, que explica el fenómeno creciente de la putería en la isla. No me obsesiono. No lo busco. En realidad, prefiero leer los cuentos de ficción que escribe Jorgito, un mecánico industrial que vive con su gentil esposa, Odalys, y su hijo, Joan, que estudia para bombero en San Antonio de los Baños, un pueblo al que no le hallo mayor gracia, excepto que ahí nació Silvio Rodríguez y que es sede de la escuela internacional de cine en la que dictan talleres los grandes del cine contemporáneo.
San Antonio queda de La Habana a 30 ó 40 minutos de viaje en carro. Pero entre el camello –una rastra transformada en bus que cuesta 20 centavos cubanos ni siquiera un centavo de dólar-, y la espera, que da para probar un batido de trigo parecido al pinolillo, y el carro, se van fácilmente dos horas.
San Antonio de día es un pueblo muerto, desierto. Sus casas, casi todas blancas, permanecen cerradas y silenciosas. Parece un pueblo fantasma. Hasta algunas aceras se escapa el inconfundible olor a mojito que dejan caer sobre la yuca cocida. De noche la ciudad queda muy oscura, pero con un poquito más de vida. El papá Estado que cobra el agua, el teléfono, la luz, la escuela, la salud y parte de la comida a precios irrisorios no alcanza a subsidiar las luminarias públicas de esta ciudad.


Juguetes nuevos
En la casa de Jorgito, el mecánico-escritor que por estos días trabaja como vigilante en la Casa de Escritores de San Antonio, la atención se concentra alrededor de la película gringa que se ve los sábados, en el televisor a colores que repuso al enorme Caribe blanco y negro (los mismos que Nicaragua importaba en los años ochenta), que estaba en una esquina de la sala, cuatro años atrás. Al nuevo aparato no hay que darle golpes como al anterior. La que ahora le da problemas a Jorgito es la computadora prehistórica que se consiguió que le da más problemas que la máquina de escribir, desde la que me escribió cartas alguna vez. Le encanta escribir, y a mi juicio es bueno, pero no tiene más que un cuento publicado en Nicaragua. Muchos jorgitos más, así amantes de la literatura, conoceré por estos días en Cuba.
La visita de médico (por lo rápido) que hago a San Antonio termina un día antes de lo esperado por una cuestión de transporte. Retorno a La Habana y al día siguiente salgo para Sancti Spiritus, una provincia al centro de la isla, a 325 kilómetros de la capital. Por 15.50 dólares obtengo un boleto a precio de turistas en buses para cubanos, sí porque también hay restaurantes, tiendas, librerías y hasta taxis a los que sólo suben o entran cubanos. Parece un apartheid, pero así funciona y su lógica en sencilla: que el turista deje hasta el último centavo de dólar en los hoteles y restaurantes y que el nacional pueda acceder a lo mismo –aunque varios dicen y se nota la mala la calidad de lo que queda para ellos- a un costo mucho más bajo, que en realidad, al hacer cálculos, fuera de la isla son precios irrisorios. La entrada al museo, por ejemplo, para un turista cuesta dos chavitos o más, (antes dos dólares y 52 pesos cubanos) mientras que para el nacional sólo dos pesos. Y como tengo la suerte de pasar como una cubana de Oriente, entro a muchos sitios y pagar, con apoyo de alguien, como cubana. Si no hablo, claro.

Capitalismo salvaje
En el viaje de cinco horas y tres paradas por una carretera ancha hasta Sancti Spiritus, le cuento sin malicia a mi compañera de asiento lo que me costó el pasaje. A ella le parece caro y me aconseja, que al regreso, me arregle con el busero. En una de las estaciones hablo con el hombre. Como quien no quiere la cosa le pregunto cuando viajan de vuelta y como si ese fuera el santo y seña, él va al grano y me propone buscarlo en la terminal de buses el día que vuelvo. Al final, el pasaje me sale por cinco dólares. Después de una semana me convenzo de que los cubanos navegan, con la misma audacia, por las aguas mansas de la legalidad que timonea el Estado, que por las de la ilegalidad, adonde se nota a leguas, que los empuja la necesidad. Me enteró de la historia de una contadora de Matanzas, que roba papel de su oficina para vendérselo a los maniceros, para hacer cartuchos, y que ese dinero, le permite mejorar la dieta de su hijo, un deportista; también sé de un cerrajero con carro asignado por el Estado, que usa el vehículo para funciones extraoficiales como la entrega de encomiendas enviadas desde Miami; y la de un médico del hospital Militar que está en listo para irse en una brigada a Venezuela, donde podría desertar, pero que mientras tanto vende sesiones de acupuntura a “particulares” en sus horas libres y transa de vez en cuando medicamentos en el mercado negro. Aunque no se conocen entre sí, están de acuerdo en la misma justificación: “Se intenta sobrevivir, chica”.
Las horas en Sancti Spiritus vuelan tan veloces que no permite notar cambios trascendentales en la ciudad. Siento una soledad parecida a la de San Antonio de Los Baños. Las mismas tiendas un tanto monótonas, y muy poco ánimo en la calle peatonal las artesanías son las de siempre. Por las avenidas van y vienen bicicletas, como el carro oficial. Todo parece en su sitio menos Mercedes, una viuda, profesora de inglés jubilada que permutó la casa (en Cuba las casas no se venden) y que tenía 11 años cuando triunfó la revolución. Ahora vive en un apartamento más pequeño, en el que se siente más cómoda, con sus hijos y su papá, un anciano de 94 años que recibe una modesta pensión de España por su origen canario, que les permite una vida digna. El diálogo con Igor, el mayor de los hijos de Mercedes, vuelve a ser tan fluido como hace cuatro años. Hay cosas nuevas en su vida. Tiene una novia que se desbarata con los reggaetones y dejó los estudios casi por terminar de veterinaria, pero piensa retomarlos el año que viene (asumo que todos sabemos que la educación en Cuba es gratuita a cualquier nivel) Ahora trabaja como vigilante, pero su idea, más adelante es poner un negocio autorizado y defenderse por “cuenta propia”, como lo hacen muchos en La Habana, donde es más fácil la cosa. “Allá hay mucha gente que no quiere trabajar con el Estado”, comenta Osmara mientras me ofrece galletas en el trayecto que nos lleva de vuelta a la capital.

Acabo la diversión
Es mi última noche en La Habana. Voy por una calles polvosas y ajadas, en las que no reconozco a ningún chele, de esos que invaden por manadas el centro histórico y
que cuando sudan y los colorea el sol, buscan un bicitaxi de un dólar conducido por algún muchacho que sueña con ser taxero y ganar 20 dólares diarios, lo que cobra un médico al mes, tal vez el profesional mejor pagado por el sistema. Acompaño a Evangelio, una caja de sorpresas, y a Judith y Gretell, dos cubanas de mi generación tan hermanas como diferentes, hija de Idania. Judith, 26 años, es socióloga. Su tesis de grado se la publicó el centro de investigación de la cultura cubana, Juan Marinello, para el cual trabaja. Gretell, 28 años, tiene de académica lo que Bush de pacifista. Lee mucho. Le fascina Charles Bukowski, el escritor maldito gringo, a quien se parece en lo rebelde y lo bohemio. Si pudiera se bebería La Habana con todo y su brisa marina. Esta noche hace el intento. La corriente de aire fría no hace mella en su garganta que se calienta con los rones que le brindan, en señal de saludo, un trío de amigos que está reunido en una pequeña sala, cuya puerta da a la calle, hasta donde se coló la lastimera canción de José José, que cantaba uno de ellos. Como no vamos para ningún lado, el canto nos imanta y nos retiene. Unas vecinas, entre ellos la presidenta del CDR, se suma a los rones y a la música. De la nada se hace una fiesta. La gente bromea con confianza, como si se conocieran desde siempre. Se canta de todo: boleros, trova, salsa y una de mis favoritas, Lágrimas negras. Gretell juega imitando los coritos flamencos de El Cigala. Y todos coreamos: “Si tu me quieres dejar yo no quiero sufrir, contigo me voy mi santa aunque me cuesta morir o sufrir”. Evangelio, uno del grupo, se revela musicólogo. Además es historiador y abogado. De los tres amigos que inicialmente celebraban, dos resultan ser poetas. En los recesos musicales se lee algo de ellos. Una de las poesías, es medio existencial, y me parece muy hermosa. Habla de ser muerto en vida, o algo así. En la casa hay una mujer embarazada que no consigue el sueño por el ruido, entonces la pelota de gente, que está a dispuesta a gastarse lo que resta del viernes cantando y soltando versos, rueda hasta la acera.
Ahí las voces suben y bajan a los “chifff” de la presidenta del CDR, que se termina sumando y cantando algo en inglés. Se vacían dos botellas de ron sin etiqueta. Ernesto, el de la voz cantante, se niega a forzar su garganta hasta los tonos agudos de Silvio. Gretell que es entonada lo hace por él. Me siento entre artistas. Soy parte de la más auténtica peña cultural de La Habana. Nadie pasa por la calle que es tan oscura como las otras. Las ventanas iluminadas empiezan a apagarse. El cielo negro empieza a azularse. Es hora de irnos. Todavía en medio del alboroto pienso en el cartel que leí al entrar a La Habana: “Nuestro capital humano es lo más importante”. Después de lo vivido siete días y noches entre cubanos, estoy totalmente de acuerdo.

(La publiqué en la revista Magazine en noviembre del 2004, también en la revista Marcapasos de Venezuela)

miércoles, 28 de octubre de 2009

En la esquina de la rabia

Francamente no entiendo nada. Nada. Resoplo como los bueyes cuando me cuentan que corrieron a un empleado de una empresa poderosa por haberle respondido a un cliente. El cliente lo molió a palos primero, y el empleado, al que no es agua de Jamaica la que la corre por las venas, se le fue encima y le descargó su cólera reprimida. Conclusión: la empresa lo corrió por agredir al cliente. Nunca antes el empleado había cometido una falta. Miro para un lado y para el otro, a ver si encuentra alguna respuesta cuando me dicen que a un marino se le reventaron los testículos cuando cruzaba, como un equilibrista, el mecate que va de la proa al muelle en Bilwi. El mecate se dio vuelta y quién sabe cómo maniobró, la cosa es que el hombre se abrió de par en par y se “reventó todas sus partes”, me dijo un abogado desconsolado porque cuando fueron a reclamar atención médica para el marino, en el Inss (Seguridad Social) le dijeron que no podían atenderlo porque la “patronal”, el nombre con el que designan a la empresa, hace rato no pagaba, así que no había dinero para su cobertura médica, y como los hospitales y clínicas no son centros de beneficencia pues no ha habido atención especializada para él, es un marino, indígena y miskito, a quien puede importarle.
Definitivamente, me retiene la esquina de la rabia.

sábado, 24 de octubre de 2009

En el corazón Rama


Poco se sabe del pueblo más resistente del Caribe nicaragüense. Los Ramas han resistido al tiempo, a la injerencia de otras etnias, a la invasión de sus tierras, al deterior y casi a la extinción de su idioma. Aquí un pedazo de su historia

A la guitarra de Whitewell Omier le falta una cuerda. La caja de resonancia del instrumento está por desfondarse, pero Omier le saca los sonidos necesarios para interpretar una pieza que cantan a coro él, dos mujeres y otro hombre mayor que apenas abre la boca. El canto es suave.
Monótono. Las voces masculinas arrastran a las femeninas que parecen de niñas. Las cuatro voces dan vigor a una melodía que es casi labial. Las dos mujeres se mueven de un lado a otro con sus faldas largas. Sus movimientos son lentos, leves, sin gracia. El hombre que las acompaña lleva el mismo paso. Esa es la danza rama. La estrofa de la canción se canta en creole, el idioma que los niños aprenden a balbucear apenas pueden caminar en Rama Cay. El estribillo se canta en rama, el idioma originario de Omier y de su pueblo, pero que ahora sólo lo hablan unas 50 personas que sobreviven a lo largo del litoral del Caribe sur hasta el borde de San Juan de Nicaragua. “Nsulaing I pang” (Nuestra isla), se repite cuatro veces. Llega a calar.
Rama Cay, un cayo que está a 15 kilómetros de Bluefields, es la isla de Omier. Allí ha desquitado sus 66 años. Allí vivieron sus padres nómadas, que iban y venían a tierra firme, como él mismo lo ha hecho. Allí viven sus hijos y nietos. En los confines de esas escasas cuatro manzanas, que se distribuyen en forma de un ocho y que se recorren a pie en menos de 20 minutos, se ha llenado de surcos la cara de Omier.
Después de la canción Omier y su grupo -el grupo folclórico oficial de Rama Cay que el día de los pueblos indígenas se presentará en Bluefields- se sientan en las bancas de concreto, las únicas que hay en la isla y que están al lado del templo de la iglesia Morava, de lejos, la mejor construcción de la isla, ubicada en la parte más alta, en un promontorio que está rodeado de palmeras y árboles que dan una sombra generosa en esta cápsula de fuego que es la isla mientras el sol está arriba. Un viento que viene de enfrente, del mar que está cerca, refresca. Desde la banca, Omier divisa la isla del Venado, la barra de tierra que se interpone entre Rama Cay y el mar.
Es casi mediodía. El grupo poco a poco se desintegra. Las mujeres, una de ellas la esposa de Omier, se largan a los ranchos a continuar el oficio que dejaron a medio hacer para tomarse unas fotos mientras bailaban la canción que cantaron hace unos minutos. En el transcurso de la mañana, en otras partes de la isla, había mujeres sentadas en cuclillas en las gradas de esas casas que se alzan a más de un metro de altura. Quebraban almendras secas para extraer la semilla y molerla. Para los Rama el aceite de almendra tiene muchas funciones: es medicinal, sirve para curar el catarro, para sacar lombrices, para mantener el cabello largo de mujeres y hombres, pero también como bebida. Omier dice que con la carne se hace un pozol que se llama bunia. Pregunta si en Managua también se bebe. Le digo que no. El agrega que con limón y azúcar, es “un fresco sabroso”.
Nada más que en la isla ya no hay almendros. Así que los Rama navegan hasta tierra firme para recoger las semillas.
En la mañana, mientras Omier estaba en las bancas de la iglesia Morava, había hombres sin camisa tejiendo sus atarrayas y mujeres sentadas en los pisos de tablas rallando coco. En todo el Caribe, el aceite de coco es popular para cocinar, y en la dieta de los rama, que no es muy variada, también. En la RAAS (Región Autónoma del Atlántico Sur) tienen fama de ser los que mejor aprovechan el ostión. Lo consumen en seco o en sopa. Es un molusco que todavía encuentran en el agua salada.
El ostión es tan popular, que en los alrededores del muelle se ven conchas del molusco enterrados en tierra como si un decorador de exteriores los hubiera puesto para adornar esta isla que sirve de refugio al pueblo indígena más pequeño de los siete que viven en el Caribe nicaragüense. Otra muestra de ese consumo abundante, son las montones de conchas que hay a la orillas de algunos ranchos que parecen instalaciones puestas por algún artista contemporáneo. Pero en Rama Cay, la cáscara del ostión es evidencia pura de la sobrevivencia de un pueblo del que tantas veces –diversos cronistas que llegaron en el transcurso del siglo 20 y los que han ido en éste- se ha dicho que está en agonía.
Omier se ríe con la idea. A ratos se molesta también. El no habla rama, sólo sabe algunas palabras y quiere saber más. A pesar de ello sólo puede definirse como un rama. “Esta es mi raza”, dice con un español precario este hombre que no se quita la gorra en la sombra, y que a ratos se zafa las chinelas celestes. Al ser consultados, algunos ramas dicen que el resto de la gente no los entienden. Sobre todo los mestizos que ahora son mayoritarios en la RAAS.
Wilfredo Lang, ex procurador de los pueblos indígenas, dice que el pueblo rama es uno de los pocos pueblos indígenas que se ha mantenido a pesar de la invasión cultural que ha padecido y de la amenaza permanente de extinción del idioma. “A pesar de la cercanía con Bluefields”, donde son dominantes los mestizos con sus rancheras y los creoles (negros nativos) con su idioma, “ellos han mantenido su identidad y se sienten “orgullosos de decir que son rama”.
Delante de la iglesia Morava está un andén que comienza al otro lado de la isla, cerca del muelle. Cualquier embarcación que llega a Rama Cay, atraca en esa pequeña base de concreto en la que siempre hay un enjambre de niños descalzos, que siguen a los visitantes como abeja a la miel. En los costados del muelle están las casas enzancadas donde viven 2,082 personas. La fisonomía y la distribución de estas casas no es muy distinta a la de otras comunidades indígenas del Caribe. Algunas son de techo de palma. Muchas tienen zinc aún en las paredes. Al interior son una sola habitación. En unas cuantas hay divisiones entre lo que podría ser una sala y las habitaciones. Todas tienen ventanas. A la par de la casa principal suele haber un rancho más pequeño del que sale humo perenne: son las cocinas. En el caso de Rama Cay esta regla se rompe un poco por falta de espacio. En algunos ranchos como el del profesor Walter Ortiz viven 22 personas, cuatro familias. En la isla no hay espacio para construir más. Con menos de cuatro manzanas de extensión, a cada habitante le correspondería un área de 15 varas cuadradas. Pero si los reclamaran, no habría espacio para las dos escuelas, para el centro de salud, la casa de huéspedes, la iglesia y tampoco para el campo de juego donde todo el día se celebran partidos de béisbol y fútbol. Por ahora, la gente resuelve el problema de manera simple: de noche la casa es una sola habitación y de día es el sitio donde cocinan, comen y se guarecen del sol.
Existe un proyecto de construirles casas en tierra firme. Dicen los pobladores que lo está liderando un reverendo de apellido mestizo, pero son pocos los que comulgan con la idea de irse a echar raíces a otra parte. Es como si tuvieran la sensación de que son más fuertes estando juntos. Los líderes están claros que la necesidad de un nuevo asentamiento tarde o temprano sacará a una parte de los habitantes de Rama Cay. Y es probable que se vayan las familias más jóvenes.
El hacinamiento -o la convivencia en comunidad- no es un fenómeno nuevo para este pueblo. Algunos vestigios de asentamientos hallados en Punta Águila, una de las nueve comunidades donde aún sobreviven familias rama, refieren la existencia de ranchos ovalados enormes en los que dormían varias familias que de día se dedicaban a la caza y la agricultura. Entonces eran nómadas que habitaban en las riberas de los ríos.
Fue en el siglo 18 ó 19 que los Rama cambiaron de domicilio. La versión de cómo fueron a dar a ese mojón de tierra donde ahora viven la tiene el historiador costeño Johnny Hodgson, secretario político del FSLN. Según Hodgson fue un rey mosco que dominaba la región el que cedió la isla como agradecimiento a los servicios que prestó un indígena rama. El rey ordenó a sus guerreros miskitos que no los tocaran.
La historia dice que los rama fueron perseguidos por los pueblos que eran más fuertes en el Caribe, como los miskitos y los creoles. Los primeros, intentaron esclavizarlos alguna vez y venderlos a la capitanía británica de Jamaica, que les pagaba por recapturar a esclavos fugitivos que se habían venido a estas tierras. En ese afán repatriaron a decenas de hombres, pero también capturaron a creoles, a mayagnas, y lo intentaron con los ramas, quienes al verse acosados huyeron.
Con los creoles la historia es otra. Ese grupo étnico que llegó a tener poderío en todo el Sur en la etapa de la colonización inglesa, sobre todo en Bluefields, acabó imponiendo su idioma. Los pastores moravos que fueron a evangelizarlos les inculcaron el creole como una necesidad para sobrevivir. Del revuelto con creoles y miskitos vienen los apellidos que dominan el registro rama: Omier, McCrea, Thomas, Salomon, entre otros. .
Los que ahora quieren imponerse son los mestizos. Se estima que en el territorio que reclaman como propio conviven 50,000 personas del Pacífico que empezaron a llegar en los años ochenta.
Distintos pasajes de la historia demuestran algo que ningún rama niega: cuando se sienten perseguidos o acosados, se repliegan. Huyen. Lo que para algunos sería debilidad, ha sido su fortaleza. “Este es un pueblo pacífico”, dice Whitewell Omier. Lo mismo piensa su hijo Óscar Omier, 34 años, que es director de la escuela secundaria de Rama Cay. Y la palabra pacífico la repiten con frecuencia otros hombres y mujeres rama, y gente de otras etnias. En ningún momento se menciona la palabra cobardes. “Los rama son diferentes...son un grupo poco beligerante”, dice Hodgson, quien no obstante piensa que esa actitud les permitió sobrevivir en la época en que los miskitos tenían hegemonía en la región.
Lang reivindica el pacifismo de los rama. “Son gente que aparentemente no dicen y hacen mucho, pero en esa pasividad y en esa lentitud vas a encontrar firmeza”, dice el ex Procurador de pueblos indígenas.
Después de mediodía en algunas regiones del Caribe la gente hace siesta. En Rama Cay después de esa hora, los muchachos continúan en la faena que empezaron al despuntar los primeros rayos del sol: juegan béisbol. Pelotas de calcetín y trapos viejos, o bolas descacaradas flotan en el aire denso de la isla. La mayoría de los jugadores van descalzos, en short y camiseta. Algunos sin camisa. Muchos jugadores usan el pelo largo por debajo de los hombros. Es una costumbre entre los jóvenes ramas. En Bluefields se reconocerán luego por ese rasgo. Alrededor del cuadro, por el que cruzan con espanto uno que otro cerdo, hay mujeres y niños pendientes del partido. De vez en cuando el batazo es profundo y la pelota salta hasta el charco que rodea el muro de contención, que no contiene toda el agua de la laguna. Como si se tratara de un campeonato de béisbol, antes de que pasen dos horas cambia el cuadro de jugadores. En Rama Cay existe una liga interna de béisbol de hombres y otra de softbol de mujeres. Y cuando ellas juegan los muchachos de pelo largo hacen barra. Otros juegan en los alrededores del colegio, y otros en los patios.
Los gritos del campo no se oyen hasta donde está María Adelayda Sandoval, la auxiliar de enfermería que permanece en el centro de salud, una casa de losetas que se construyó en los ochenta, y que se localiza en el otro extremo de la iglesia Morava, detrás de un apiñamiento de casas. Sandoval, dice que el gran problema de la isla es la contaminación de las fuentes de agua que consumen. Existen 10 pozos y aunque la calidad del agua no es la mejor, el riesgo de contaminación aumenta por la falta de letrinas de la isla. Cuando llueve el agua se revuelve más todavía. Lo que Sandoval hace, es repartir cloro que le envía el Minsa (Ministerio de Salud) de Bluefields en dosis suficientes. Sandoval dice que es mínima la gente que hierve el agua, la mayoría la consume cruda. Por eso, es casi natural ver a niños -que representan al 37 por ciento de la población menor de 14 años- y adultos preñados de parásitos. El agua de la bahía de la laguna no ayuda mucho. Lleva más de 20 años contaminándose.
Cuando un embarazo se complica las mujeres tienen que irse a Bluefields. En Rama Cay no hay médicos desde el 2003. Y los primeros doctores llegaron en los ochenta. El curandero que sabía curar las mordeduras de culebra murió en 1981. Era el papá de Whitewell.
A las seis la alegría se muda a las casas. Es la hora de la luz. La planta se enciende tres horas de lunes a viernes, y los sábados cuatro. Comienzan a vibrar los equipos de sonidos que yacen mudos y solapados en el día como los cocodrilos entre las piedras.
Se prenden algunos televisores. Muchachos sudados abandonan el juego y se amontonan en las ventanas y en las gradas para ver un pedazo de pantalla, o para escuchar a todo volumen reggae de Lucky Dube, Eric Donaldson o para escuchar alguna bachata. Las telenovelas que transmite un canal nacional a las siete y a las ocho, arrebatan suspiros entre las muchachas.
Después de las nueve, la única luz posible es la de luna. Y el único sonido el del viento azotando las ramas de las palmeras, empujando el agua contra las piedras.
En febrero de este año, el gobierno hizo pública su intención de nominar a los ramas como patrimonio de la humanidad ante la UNESCO (Organización de Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura). “Es el grupo indígena más pequeño de Nicaragua. No hay ramas en ninguna otra parte del mundo”, dice Hodgson. A los ramas les gustó la idea porque creen que se les puede abrir una ventana para desarrollar el turismo en la isla, aunque en algunos sectores hay alerta por la intención del gobierno de impulsar megaproyectos.
“Si los ramas desaparecen no habrá rama en ninguna otra parte del mundo”, dice Hodgson, pero desde hace tiempo, los ramas -que están en proceso de revitalizar su idioma y de recuperar sus tierras- han aprendido como Whitewell a tocar la guitarra sin una cuerda.


(I de tres reportajes publicados en La Prensa en septiembre de 2009)