sábado, 24 de octubre de 2009
En el corazón Rama
Poco se sabe del pueblo más resistente del Caribe nicaragüense. Los Ramas han resistido al tiempo, a la injerencia de otras etnias, a la invasión de sus tierras, al deterior y casi a la extinción de su idioma. Aquí un pedazo de su historia
A la guitarra de Whitewell Omier le falta una cuerda. La caja de resonancia del instrumento está por desfondarse, pero Omier le saca los sonidos necesarios para interpretar una pieza que cantan a coro él, dos mujeres y otro hombre mayor que apenas abre la boca. El canto es suave.
Monótono. Las voces masculinas arrastran a las femeninas que parecen de niñas. Las cuatro voces dan vigor a una melodía que es casi labial. Las dos mujeres se mueven de un lado a otro con sus faldas largas. Sus movimientos son lentos, leves, sin gracia. El hombre que las acompaña lleva el mismo paso. Esa es la danza rama. La estrofa de la canción se canta en creole, el idioma que los niños aprenden a balbucear apenas pueden caminar en Rama Cay. El estribillo se canta en rama, el idioma originario de Omier y de su pueblo, pero que ahora sólo lo hablan unas 50 personas que sobreviven a lo largo del litoral del Caribe sur hasta el borde de San Juan de Nicaragua. “Nsulaing I pang” (Nuestra isla), se repite cuatro veces. Llega a calar.
Rama Cay, un cayo que está a 15 kilómetros de Bluefields, es la isla de Omier. Allí ha desquitado sus 66 años. Allí vivieron sus padres nómadas, que iban y venían a tierra firme, como él mismo lo ha hecho. Allí viven sus hijos y nietos. En los confines de esas escasas cuatro manzanas, que se distribuyen en forma de un ocho y que se recorren a pie en menos de 20 minutos, se ha llenado de surcos la cara de Omier.
Después de la canción Omier y su grupo -el grupo folclórico oficial de Rama Cay que el día de los pueblos indígenas se presentará en Bluefields- se sientan en las bancas de concreto, las únicas que hay en la isla y que están al lado del templo de la iglesia Morava, de lejos, la mejor construcción de la isla, ubicada en la parte más alta, en un promontorio que está rodeado de palmeras y árboles que dan una sombra generosa en esta cápsula de fuego que es la isla mientras el sol está arriba. Un viento que viene de enfrente, del mar que está cerca, refresca. Desde la banca, Omier divisa la isla del Venado, la barra de tierra que se interpone entre Rama Cay y el mar.
Es casi mediodía. El grupo poco a poco se desintegra. Las mujeres, una de ellas la esposa de Omier, se largan a los ranchos a continuar el oficio que dejaron a medio hacer para tomarse unas fotos mientras bailaban la canción que cantaron hace unos minutos. En el transcurso de la mañana, en otras partes de la isla, había mujeres sentadas en cuclillas en las gradas de esas casas que se alzan a más de un metro de altura. Quebraban almendras secas para extraer la semilla y molerla. Para los Rama el aceite de almendra tiene muchas funciones: es medicinal, sirve para curar el catarro, para sacar lombrices, para mantener el cabello largo de mujeres y hombres, pero también como bebida. Omier dice que con la carne se hace un pozol que se llama bunia. Pregunta si en Managua también se bebe. Le digo que no. El agrega que con limón y azúcar, es “un fresco sabroso”.
Nada más que en la isla ya no hay almendros. Así que los Rama navegan hasta tierra firme para recoger las semillas.
En la mañana, mientras Omier estaba en las bancas de la iglesia Morava, había hombres sin camisa tejiendo sus atarrayas y mujeres sentadas en los pisos de tablas rallando coco. En todo el Caribe, el aceite de coco es popular para cocinar, y en la dieta de los rama, que no es muy variada, también. En la RAAS (Región Autónoma del Atlántico Sur) tienen fama de ser los que mejor aprovechan el ostión. Lo consumen en seco o en sopa. Es un molusco que todavía encuentran en el agua salada.
El ostión es tan popular, que en los alrededores del muelle se ven conchas del molusco enterrados en tierra como si un decorador de exteriores los hubiera puesto para adornar esta isla que sirve de refugio al pueblo indígena más pequeño de los siete que viven en el Caribe nicaragüense. Otra muestra de ese consumo abundante, son las montones de conchas que hay a la orillas de algunos ranchos que parecen instalaciones puestas por algún artista contemporáneo. Pero en Rama Cay, la cáscara del ostión es evidencia pura de la sobrevivencia de un pueblo del que tantas veces –diversos cronistas que llegaron en el transcurso del siglo 20 y los que han ido en éste- se ha dicho que está en agonía.
Omier se ríe con la idea. A ratos se molesta también. El no habla rama, sólo sabe algunas palabras y quiere saber más. A pesar de ello sólo puede definirse como un rama. “Esta es mi raza”, dice con un español precario este hombre que no se quita la gorra en la sombra, y que a ratos se zafa las chinelas celestes. Al ser consultados, algunos ramas dicen que el resto de la gente no los entienden. Sobre todo los mestizos que ahora son mayoritarios en la RAAS.
Wilfredo Lang, ex procurador de los pueblos indígenas, dice que el pueblo rama es uno de los pocos pueblos indígenas que se ha mantenido a pesar de la invasión cultural que ha padecido y de la amenaza permanente de extinción del idioma. “A pesar de la cercanía con Bluefields”, donde son dominantes los mestizos con sus rancheras y los creoles (negros nativos) con su idioma, “ellos han mantenido su identidad y se sienten “orgullosos de decir que son rama”.
Delante de la iglesia Morava está un andén que comienza al otro lado de la isla, cerca del muelle. Cualquier embarcación que llega a Rama Cay, atraca en esa pequeña base de concreto en la que siempre hay un enjambre de niños descalzos, que siguen a los visitantes como abeja a la miel. En los costados del muelle están las casas enzancadas donde viven 2,082 personas. La fisonomía y la distribución de estas casas no es muy distinta a la de otras comunidades indígenas del Caribe. Algunas son de techo de palma. Muchas tienen zinc aún en las paredes. Al interior son una sola habitación. En unas cuantas hay divisiones entre lo que podría ser una sala y las habitaciones. Todas tienen ventanas. A la par de la casa principal suele haber un rancho más pequeño del que sale humo perenne: son las cocinas. En el caso de Rama Cay esta regla se rompe un poco por falta de espacio. En algunos ranchos como el del profesor Walter Ortiz viven 22 personas, cuatro familias. En la isla no hay espacio para construir más. Con menos de cuatro manzanas de extensión, a cada habitante le correspondería un área de 15 varas cuadradas. Pero si los reclamaran, no habría espacio para las dos escuelas, para el centro de salud, la casa de huéspedes, la iglesia y tampoco para el campo de juego donde todo el día se celebran partidos de béisbol y fútbol. Por ahora, la gente resuelve el problema de manera simple: de noche la casa es una sola habitación y de día es el sitio donde cocinan, comen y se guarecen del sol.
Existe un proyecto de construirles casas en tierra firme. Dicen los pobladores que lo está liderando un reverendo de apellido mestizo, pero son pocos los que comulgan con la idea de irse a echar raíces a otra parte. Es como si tuvieran la sensación de que son más fuertes estando juntos. Los líderes están claros que la necesidad de un nuevo asentamiento tarde o temprano sacará a una parte de los habitantes de Rama Cay. Y es probable que se vayan las familias más jóvenes.
El hacinamiento -o la convivencia en comunidad- no es un fenómeno nuevo para este pueblo. Algunos vestigios de asentamientos hallados en Punta Águila, una de las nueve comunidades donde aún sobreviven familias rama, refieren la existencia de ranchos ovalados enormes en los que dormían varias familias que de día se dedicaban a la caza y la agricultura. Entonces eran nómadas que habitaban en las riberas de los ríos.
Fue en el siglo 18 ó 19 que los Rama cambiaron de domicilio. La versión de cómo fueron a dar a ese mojón de tierra donde ahora viven la tiene el historiador costeño Johnny Hodgson, secretario político del FSLN. Según Hodgson fue un rey mosco que dominaba la región el que cedió la isla como agradecimiento a los servicios que prestó un indígena rama. El rey ordenó a sus guerreros miskitos que no los tocaran.
La historia dice que los rama fueron perseguidos por los pueblos que eran más fuertes en el Caribe, como los miskitos y los creoles. Los primeros, intentaron esclavizarlos alguna vez y venderlos a la capitanía británica de Jamaica, que les pagaba por recapturar a esclavos fugitivos que se habían venido a estas tierras. En ese afán repatriaron a decenas de hombres, pero también capturaron a creoles, a mayagnas, y lo intentaron con los ramas, quienes al verse acosados huyeron.
Con los creoles la historia es otra. Ese grupo étnico que llegó a tener poderío en todo el Sur en la etapa de la colonización inglesa, sobre todo en Bluefields, acabó imponiendo su idioma. Los pastores moravos que fueron a evangelizarlos les inculcaron el creole como una necesidad para sobrevivir. Del revuelto con creoles y miskitos vienen los apellidos que dominan el registro rama: Omier, McCrea, Thomas, Salomon, entre otros. .
Los que ahora quieren imponerse son los mestizos. Se estima que en el territorio que reclaman como propio conviven 50,000 personas del Pacífico que empezaron a llegar en los años ochenta.
Distintos pasajes de la historia demuestran algo que ningún rama niega: cuando se sienten perseguidos o acosados, se repliegan. Huyen. Lo que para algunos sería debilidad, ha sido su fortaleza. “Este es un pueblo pacífico”, dice Whitewell Omier. Lo mismo piensa su hijo Óscar Omier, 34 años, que es director de la escuela secundaria de Rama Cay. Y la palabra pacífico la repiten con frecuencia otros hombres y mujeres rama, y gente de otras etnias. En ningún momento se menciona la palabra cobardes. “Los rama son diferentes...son un grupo poco beligerante”, dice Hodgson, quien no obstante piensa que esa actitud les permitió sobrevivir en la época en que los miskitos tenían hegemonía en la región.
Lang reivindica el pacifismo de los rama. “Son gente que aparentemente no dicen y hacen mucho, pero en esa pasividad y en esa lentitud vas a encontrar firmeza”, dice el ex Procurador de pueblos indígenas.
Después de mediodía en algunas regiones del Caribe la gente hace siesta. En Rama Cay después de esa hora, los muchachos continúan en la faena que empezaron al despuntar los primeros rayos del sol: juegan béisbol. Pelotas de calcetín y trapos viejos, o bolas descacaradas flotan en el aire denso de la isla. La mayoría de los jugadores van descalzos, en short y camiseta. Algunos sin camisa. Muchos jugadores usan el pelo largo por debajo de los hombros. Es una costumbre entre los jóvenes ramas. En Bluefields se reconocerán luego por ese rasgo. Alrededor del cuadro, por el que cruzan con espanto uno que otro cerdo, hay mujeres y niños pendientes del partido. De vez en cuando el batazo es profundo y la pelota salta hasta el charco que rodea el muro de contención, que no contiene toda el agua de la laguna. Como si se tratara de un campeonato de béisbol, antes de que pasen dos horas cambia el cuadro de jugadores. En Rama Cay existe una liga interna de béisbol de hombres y otra de softbol de mujeres. Y cuando ellas juegan los muchachos de pelo largo hacen barra. Otros juegan en los alrededores del colegio, y otros en los patios.
Los gritos del campo no se oyen hasta donde está María Adelayda Sandoval, la auxiliar de enfermería que permanece en el centro de salud, una casa de losetas que se construyó en los ochenta, y que se localiza en el otro extremo de la iglesia Morava, detrás de un apiñamiento de casas. Sandoval, dice que el gran problema de la isla es la contaminación de las fuentes de agua que consumen. Existen 10 pozos y aunque la calidad del agua no es la mejor, el riesgo de contaminación aumenta por la falta de letrinas de la isla. Cuando llueve el agua se revuelve más todavía. Lo que Sandoval hace, es repartir cloro que le envía el Minsa (Ministerio de Salud) de Bluefields en dosis suficientes. Sandoval dice que es mínima la gente que hierve el agua, la mayoría la consume cruda. Por eso, es casi natural ver a niños -que representan al 37 por ciento de la población menor de 14 años- y adultos preñados de parásitos. El agua de la bahía de la laguna no ayuda mucho. Lleva más de 20 años contaminándose.
Cuando un embarazo se complica las mujeres tienen que irse a Bluefields. En Rama Cay no hay médicos desde el 2003. Y los primeros doctores llegaron en los ochenta. El curandero que sabía curar las mordeduras de culebra murió en 1981. Era el papá de Whitewell.
A las seis la alegría se muda a las casas. Es la hora de la luz. La planta se enciende tres horas de lunes a viernes, y los sábados cuatro. Comienzan a vibrar los equipos de sonidos que yacen mudos y solapados en el día como los cocodrilos entre las piedras.
Se prenden algunos televisores. Muchachos sudados abandonan el juego y se amontonan en las ventanas y en las gradas para ver un pedazo de pantalla, o para escuchar a todo volumen reggae de Lucky Dube, Eric Donaldson o para escuchar alguna bachata. Las telenovelas que transmite un canal nacional a las siete y a las ocho, arrebatan suspiros entre las muchachas.
Después de las nueve, la única luz posible es la de luna. Y el único sonido el del viento azotando las ramas de las palmeras, empujando el agua contra las piedras.
En febrero de este año, el gobierno hizo pública su intención de nominar a los ramas como patrimonio de la humanidad ante la UNESCO (Organización de Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura). “Es el grupo indígena más pequeño de Nicaragua. No hay ramas en ninguna otra parte del mundo”, dice Hodgson. A los ramas les gustó la idea porque creen que se les puede abrir una ventana para desarrollar el turismo en la isla, aunque en algunos sectores hay alerta por la intención del gobierno de impulsar megaproyectos.
“Si los ramas desaparecen no habrá rama en ninguna otra parte del mundo”, dice Hodgson, pero desde hace tiempo, los ramas -que están en proceso de revitalizar su idioma y de recuperar sus tierras- han aprendido como Whitewell a tocar la guitarra sin una cuerda.
(I de tres reportajes publicados en La Prensa en septiembre de 2009)
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