domingo, 8 de noviembre de 2009
revolución en Solentiname
Hace 42 años, un cura barbudo y desgarbado que usaba boina y cotona y
escribía poesías llegó a Solentiname, un poblado de agricultores muy
pobres situado al fondo del lago Cocibolca, a fundar una comunidad
contemplativa. La llegada del sacerdote sin sotana produjo una
revolución cultural en el olvidado archipiélago. Décadas más tarde, el
caserío es célebre dentro y fuera del país por sus livianas artesanías
y por la pintura primitivista
A media mañana, cuando el agua plateada del lago Cocibolca es un
espejo que ciega y el calor un virus que infecta la piel como un pica
pica que no se cura ni a la sombra del árbol más frondoso, Lidia
Castillo, 37 años, se refugia con el mismo encanto que lo haría una
niña en su casa de muñecas, en el taller de artesanía que ha montado
en el extremo derecho de su casa en Mancarrón, la más grande y la más
poblada de las 38 islas de Solentiname, en el departamento de Río San
Juan.
El taller de Lidia parece una juguetería de peces, tortugas y
mariposas. Colgando del techo se ven las figuritas de animales marinos
organizados en móviles. Los mece a su antojo el aire que se cuela por
la malla que hace las veces de ventana. También hay ristras de peces
de colores verdes, rosados, rojos y amarillos, adentro y encima de la
vitrina que Lidia ha colocado en el taller para exhibir y vender el
fruto de ese trabajo que empezó hoy a eso de las diez, luego que vino
de bañarse en la playa, adonde van a asearse la mayoría de los poco
más de mil pobladores del paradisíaco archipiélago, que se descubre al
final del Cocibolca, casi al voltear para el río San Juan.
En esta jornada, trabajan con ella los demás miembros de su familia:
su esposo y dos hijos. El marido y el hijo menor están en el patio,
cortando y tallando la madera, mientras Lidia se dedica a pintar y
dibujar, junto a la mayor, Daniela, 14 años, quien también decora y
dibuja con esmero un paisaje, en realidad una reproducción diminuta de
Solentiname, sobre la concha de una pequeña tortuga de balsa.
Están sentadas una al lado de la otra en una de las 22 casas que hay
en El Refugio, el pueblito de Solentiname que se construyó en los años
ochenta con financiamiento italiano y que conserva el nombre del
primer asentamiento humano que hubo allí.
Lidia, que se pone gafas para dibujar, vigila los delicados trazos de
Daniela, quien parece un clon de su madre con 20 años menos: morena,
bajita, bastante más delgada, y con un pelo negro crespo rebelde que
se agarra en una moña firme encima de la nuca. "Ella quiere dedicarse
a esto también. Yo la dejo y la apoyo, sólo la voy corrigiendo", dice
Lidia con una sonrisa de orgullo.
Lidia es una de los más de 20 artesanos de balsa de Mancarrón, que en
estos días, junto a los artesanos de San Fernando, la isla vecina,
fabrican artesanía para una expoventa que tendrán en un centro
comercial de Managua.
Desde hace más de 15 años Lidia se dedica a este oficio que aprendió
de sus padres, hermanos y vecinos que trabajan en lo mismo en los
corredores y en los patios de sus casas.
Y desde hace cuatro décadas, gracias a la llegada providencial de un
cura barbudo que llegó buscando soledad a este archipiélago, los
campesinos de esas 38 islas empezaron a usar los machetes para algo
más que para arrancar los matorrales de la tierra.
El árbol de balso, una madera que crecía en todos los rincones de las
islas y en cualquier vereda del río San Juan, que es suave y tan
maleable para el machete como lo es la plastilina para los dedos se
transformó en la materia prima de las figuras que materializaron la
imaginación de los primeros artesanos de Solentiname.
Este salto de agricultores a artesanos de balsa al que Lidia
pertenece, ocurrió a finales de los años sesenta, y se reveló en el
archipiélago al mismo tiempo que el otro gran bastión cultural: la
pintura primitivista.
El primer pintor de Solentiname que se recuerda fue Eduardo Arana, un
campesino de la isla que en 1968, cuando el mundo se convulsionaba en
otras latitudes, se detenía a contemplar por las tardes, durante horas
y a veces a escondidas, los trazos que daba al lienzo el hoy célebre
pintor Roger Pérez de la Rocha. Con 18 años, Pérez, era entonces sólo
un proyecto de pintor que había desembarcado en Mancarrón con las
muñecas vendadas por haberse cortado los pulsos en Managua, a causa de
una profunda crisis existencial, dice él.
El pintor que durante su estancia en las islas se pegaría un tiro en
una pierna derecha, sin graves consecuencias, llegó a Solentiname de
la mano del cura y poeta Ernesto Cardenal, quien accedió a la
petición de su amigo, el escultor y director de la escuela de Bellas
Artes, Rodrigo Peñalba, quien se preocupó por el joven talento.
Cardenal, que sería el descubridor del arte entre aquellos campesinos,
había atracado en Mancarrón apenas dos años antes.
Después de atravesar un maltrecho muelle de piedras y de abrirse paso
entre la tupida maleza, el cura trapense se estableció en una hamaca
en Solentiname con el firme propósito de fundar una comunidad
contemplativa, a la que se integraran hombres célibes dispuestos a
soportar la soledad y la pobreza. Estaba lejos de imaginar que su
búsqueda de soledad se vería inundada por la precariedad y la alegría
de una comunidad abandonada.
Lo único vivo que hay ahora en la casa solitaria de Ernesto Cardenal
de Mancarrón son dos huevos de escorpión que están arrullados debajo
de la almohada encima de la cama del poeta, y que descubre con cierto
asombro María Guevara, 58 años, una de las líderes del clan de los
Guevara- Silva, los hermanos de Solentiname de reconocida trayectoria
sandinista que pusieron un mártir en la etapa de la insurrección,
Donald Guevara, y al único diputado sandinista que ha habido en el
departamento, Alejandro Guevara, fallecido en un accidente en 1993.
La casa de Cardenal en la isla parece hecha para un asceta, alguien
sin distracciones que vive dedicado a la meditación. Su mobiliario es
elemental. La cama es de níspero, la misma madera con que está
construida la casa entera y el resto de los muebles. Al lado del lecho
hay una mesa de noche en la que no asoma ni una veladora, y a los pies
un modesto librero, armado con tablas y ladrillos, en el que reposan
media docena de libros, entre los títulos está un diccionario
enciclopédico de Grijalbo con prefacio de Jorge Luis Borges, un Nuevo
Testamento de salmos y proverbios y el poemario Cazadora de sueños de
Zulema Moret, y tres más en inglés.
Frente a la cama se ve el escritorio rectangular y amplio como el de
un cartógrafo, con un cenicero de piedra de San Juan de Limay y
dos lámparas dirigidas, seguramente para iluminar las lecturas que
tendrá Cardenal por las noches en Solentiname, adonde llega a veces
como un fantasma que se vuelve de carne y hueso cuando platica con los
muchachos de El Refugio interesados en la poesía. Se reúnen en la
iglesia, donde ya no se celebran misas, pues no hacen falta, hoy la
mayoría de la gente se ha hecho evangélica en Solentiname. Los
talleres con el poeta, los organiza la Asociación para el Desarrollo
de Solentiname, APDS, la ONG que creó en los ochenta y que sirvió
para canalizar la ayuda que llegó en esos años, y que hoy administra
unos cuantos bienes: la biblioteca, el museo, la iglesia, el hotel
Mancarrón – desde hace unos años epicentro de una disputa que salpica
al poeta-, las tres cabañas para huéspedes, las siete escuelas
primarias y la secundaria, que funciona en la escuela de Mancarrón, y
que están distribuidas por las islas más habitadas del archipiélago.
María Guevara o Mariíta, como le dicen de cariño los que se le
acercan, dice que cuando el poeta llega, pasa mucho tiempo en el
corredor de la casa, leyendo, pero también contemplando el paisaje del
lago que asoma con sus flecos plateados por los dos extremos de esa
nariz de tierra que es la punta de Mancarrón que compró hace más de 40
años, y que simplemente es fascinante. Tanto como la majestuosa ceiba
de imponente sombra que se descubre al lado izquierdo de la casa, y
que, definitivamente, le resta protagonismo a las flores de jalacate y
las avispas sembradas alrededor en las que revolotean unos colibríes
verdes y azulados.
"El viene aquí para estar en paz", dice como una sentencia Mariíta,
la amiga del poeta.
Seguramente en la búsqueda de paz pensó Ernesto Cardenal la primera
vez que oyó hablar de Solentiname.
En el libro Las Insulas Extrañas, el segundo tomo de sus memorias,
Cardenal escribe que su hermano "Popo" le describió unas islas muy
bellas, habitadas, con buen clima y tierras fecundas. "Inmediatamente
sentí que allí tenía que ser, y nadie me sacó de eso", escribe
Cardenal en sus memorias y confiesa que inicialmente había pensado en
fundar su comunidad en el río San Juan, un lugar que amaba.
"Solentiname estaba fuera de las rutas del progreso, y fuera de las
rutas del transporte, y fuera de la historia, y hubiera estado fuera
de la geografía si esto hubiera sido posible", reflexiona Cardenal.
Otro episodio que Cardenal refiere y que refleja el olvido del
Solentiname, es que por esa época, los años sesenta, había un concurso
en un programa de radio que daba un premio por responder la siguiente
adivinanza: "...diga usted ¿dónde queda el archipiélago de
Solentiname?".
Cardenal se instaló en Mancarrón, luego de comprarle la finca Pueblo
Viejo (poco más de 90 manzanas) a Julio Centeno, el padre del actual
Fiscal del país que se llama igual.
No muy contento al principio, porque había un zancudero que no dejaba
dormir y gente bastante cerca, el poeta y sus dos acompañantes,
agradecieron luego el haber ido a parar a una isla con vecinos
alrededor.
De esos primeros años en Solentiname, Cardenal recuerda que la vida
era muy dura para la población. San Carlos, hasta donde la gente iba
para abastecerse de productos esenciales como jabón y azúcar, quedaba
a casi un día de viaje en los botes de remo que inmortalizaron los
primeros primitivistas. Hoy en una lancha rápida con un motor fuera de
borda está a media hora, aunque el transporte público sigue siendo
lento y escaso.
William Agudelo, uno de los dos acompañantes colombianos que arrimaron
con Cardenal a Solentiname en esa época --el otro fue Carlos Alberto
Restrepo que luego se fue por razones de salud-- recuerda que al
principio el cura, que les impuso como uniforme de la comunidad la
cotona, el blue jeans y las botas de hule, trataba de vivir apartado.
Con la comunidad se mezclaba durante la misa en la iglesia derruida
que encontraron al llegar y que ellos remozaron con los consejos de un
primo de Cardenal, el arquitecto Eduardo Chamorro Coronel. La gente
viajaba en sus botes de remo desde las islas vecinas, para escuchar al
cura que usaba boina, después de la eucaristía, y que no los regañaba
como lo hacía el padre Chacón, que venía de Chontales con su Biblia y
se iba con las manos cargadas de gallinas.
Agudelo, de 66 años, que era un escritor en ciernes que había trabado
amistad con Cardenal en el seminario de La Ceja en Colombia, recuerda
que en esos primeros años en Solentiname, casi todos los proyectos
agrícolas que intentaron sacar adelante, y en los que involucraron a
los muchachos del archipiélago, fracasaron.
En buena medida, durante esos primeros años, sobrevivieron con el
dinero que Cardenal obtenía mediante préstamos en los bancos y
gracias al apoyo de amigos como los empresarios Mántica y de parientes
como Pedro Joaquín Chamorro, director de La Prensa. En ese grupo de
amigos, que eran más bien cómplices de su empresa, también estaba el
poeta Pablo Antonio Cuadra, quien se encargaba de la Prensa
Literaria, desde cuyas páginas ayudó a tejer el mito de Solentiname.
En la primera etapa de su estancia, fue clave para Cardenal la
entrañable amistad que tenía con el poeta José Coronel Urtecho, quien
vivía muy cerca de allí con su esposa María Kautz, en la finca de Las
Brisas, situada en una vertiente cercana al río San Juan.
A pesar de su carácter huraño, Cardenal no pudo evitar los mimos en la
cocina de doña Adelita, la esposa de don Rafael Arana, una mujer que
le había pedido a Dios el milagro de mandar un cura a ese archipiélago
en el que ninguna autoridad reparaba, pues no había escuela, ni centro
de salud, mucho menos una iglesia con cura.
En pago por la súplica escuchada, doña Adelita se ofreció a ser la
cocinera del sacerdote. Cardenal sólo la aceptó a cambio de un sueldo.
Tampoco pudo evitar emplear como jornaleros a los muchachos de la
comunidad que querían trabajar con él porque pagaba más que en las
fincas vecinas. Así es como fueron llegando Alejandro Guevara, Elbis
(así lo escribía él) Chavarría, Felipe Peña y Laureano Mairena, todos
fallecidos ya en distintas circunstancias y con estatura de héroes.
Y por más que no le gustara, y que la soledad fuera el fin original de
su viaje a ese sitio inhóspito que estaba lleno de pájaros y culebras,
Cardenal, tampoco pudo evitar que el archipiélago se invadiera de una
fauna humana de todos los tamaños y pelambres, que comenzó a llegar
para conocer la comunidad del poeta que había traducido a Whitman.
Uno de los primeros que desfiló fue el poeta newyorkino, Donald
Gardner: Les cayó como un espanto cuando estaban en plena en
meditación durante la noche, recuerda Agudelo.
Más tarde, llegó el grandulón de Julio Cortázar, quien según Agudelo,
se aficionó a los mojitos cubanos de Solentiname, los que nunca antes
había probado en Cuba a pesar de sus múltiples viajes, los vino a
descubrir en ese paraíso remoto de Nicaragua.
Cardenal, que acogió el pensamiento de Thomas Merton, su amigo y guía
espiritual que alguna vez le dijo que la mejor regla era que no había
reglas, se fue impregnando de la vida y las necesidades que tenían los
habitantes del archipiélago al punto que craneó soluciones para
sacarlos de esa pobreza sempiterna.
Primero le dieron pincel y el lienzo a Eduardo Arana, quien como una
fotografía surrealista hizo el primer cuadro primitivista de
Solentiname, y luego, descubrieron los guacales labrados de don
Rafael, el marido de doña Adelita, que recogía animales y escenas de
ese paisaje que tenía alrededor. A través de Eufredito Argüello, que
hacía figuras con la madera de balso, hallaron la materia prima
perfecta para la cantera de artesanos.
La teología de la liberación, que entre sus principios postula la
defensa de los pobres y rechaza el capitalismo, aterrizó en
Solentiname en un momento en que la dictadura arreciaba su represión
en el país.
Poco a poco, y con la guía de Cardenal, los solentinameños empezaron a
comentar los evangelios.
En el capítulo nueve de Lucas, la Biblia dice: "Entonces, Juan le
dijo: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba fuera
espíritus malos y se lo prohibimos, porque no anda con nosotros. Pero
Jesús le dijo: No se lo prohíban, porque el que no está contra
nosotros está con nosotros".
Y Laureano Mairena --uno de los que luego cayó en combate-- escucha
ese evangelio durante la misa y comenta: "Yo creo que en realidad era
un discípulo de Jesús que andaba por allí desperdigado, y los otros
discípulos no sabían que él también era discípulo, pero Jesús sí lo
sabía. Y porque era discípulo de Jesús es que hacía milagros".
Antes que él, intervienen Marcelino, Elbis, Felipe, Wiliam, Alejo y la
mamá de Alejo.
Agudelo recuerda como una de las experiencias más bellas de esa época
los comentarios del evangelio de Solentiname, recogidos en tres
gruesos tomos.
Los evangelios, la pintura, la artesanía desembocaron en el Club
Juvenil, una organización de jóvenes que hacía fiestas en las que los
tragos eran medidos y que se amenizaban con las guitarras de Elbis y
de Alejandro, que les enseñó a tocar William Agudelo.
El gigante palo de mango que se alza a la entrada principal de la
iglesia fue testigo de aquellos bacanales sanos e irrepetibles, que
según Mariíta, no volverán a ocurrir nunca más.
De esa pacotilla de muchachos alegres, que rechazaban las tropelías
del somocismo, salieron los 11 que aquel 13 de octubre de 1977
atacaron el cuartel de la Guardia Nacional en San Carlos. Ese día
acabó el tiempo de gracia, ese especie de encanto en el que había
vivido Solentiname entre 1966 y 1997.
El primer promontorio verde y tupido que se divisa viniendo de San
Carlos, es La Venada. Parece la última, pero quizás es la primera de
las 20 islas pobladas que tiene Solentiname. Entre sus charrales
verdes saltan pájaros amarillos y celestes y algunos chocoyos que
huyen en bandadas que dibujan puntas de flecha en la bóveda celeste.
Bajo ramaje que cae sobre el agua como los flecos de un niño sobre la
cara se esconden los monos congos cuyos gritos furiosos, señal de
protesta por la invasión humana, sólo se escuchan cuando cesa el ruido
monótono de los motores de los botes cesa sobre las aguas plomizas del
lago. Encima de algunos troncos y ramas gruesas se solazan un par de
iguanas, que la gente de la zona llama lapos.
De lejos, no son muy visibles el muelle ni las casas de colores
olorosas de La Venada. Ya en el atracadero se ve la pequeña cuesta que
lleva hasta la primera casa, la del pintor Rodolfo Obando, 69 años, el
patrono de una cepa de pintores que surgió en los años del evangelio y
que se multiplica hasta hoy.
Don Rodolfo fue uno de los primeros pintores naif de Solentiname. El
día que descubrió que su trazo era firme se alegró y pensó que dejaría
de sembrar maíz y frijoles, aunque nunca dejó esa actividad del todo.
Hasta hace poco, este hombre alto y enjuto, seguía pintando, pero el
azúcar (diabetes) ha provocado estragos en su salud y en su visión.
"Espero recuperarme pronto para volver a pintar", dice don Rodolfo,
quien ha perpetuado la belleza del archipiélago en casi todos los
ángulos posibles y en todos sus detalles.
Igual lo han hecho su esposa, que en este momento está en la playa, y
cuatro de sus ocho hijos que heredaron de ellos el gusto por el
pincel.
Los cuadros de Obando y sus hijas Silvia, Clarisa, Marina y Yorlene se
venden ahí mismo, también en el casa taller de San Fernando, la isla
vecina, donde los artesanos y pintores construyeron un espacio para
exhibir y vender su arte. Con suerte, algunos de esos paisajes se ven
enrollados en las mochilas de los turistas. Sólo el año pasado,
llegaron al archipiélago 700. La mayoría de ellos provenientes de
Europa (Italia, España, Alemania, Francia), algunos de Costa Rica, el
vecino país y los menos nacionales.
Otros cuadros se venden en algunas galerías de Managua y Granada,
aunque los pintores confiesan que en la actualidad los lazos con estas
vitrinas de arte no están muy fortalecidos. Son más estrechos los
convenios que ahora tienen los artesanos para exportar y vender sus
piezas. Por ejemplo, los artesanos afiliados en la UPAS (Unión de
Pintores y Artesanos de Solentiname) tienen ahora un contrato con un
organismo holandés que les compra 2,000 piezas al mes. Muchos, por su
cuenta, se arreglan directamente con casas de artesanía de la capital
como Mamá Delfina o la galería Códice. "Tenemos que mejorar esa
parte", reconoce Silvia Obando, que por estos días está empezando una
obra.
En la familia de don Rodolfo la pintura es una cantera ilimitada.
Además de sus hijas tiene una camada de nietos que también pinta.
Julio Obando, 21 años, y Heisell Madrigal, hacen parte de la nueva
generación.
Heisell que coge el pincel por las tardes y pinta frente a un paisaje
que es una pintura en sí mismo que cambian de tonalidades conforme va
cayendo la tarde, dice que se diferencia de su madre, y aún más de su
abuelo, en los colores fuertes y en los detalles. Podrán ser
distintos, pero los cuadros de don Rodolfo y de Heisell tienen un
rasgo en común que cambió para siempre desde 1966, cuando Cardenal
desembarcó en medio de una nube de zancudos de Mancarrón: ya nadie
podrá olvidar dónde es que queda Solentiname.
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