Me despierto y lo veo. Feo como siempre. No lo soporto, hace nueve meses ya que se instaló en mi casa a cuerpo de rey. Me levanto, baño y alisto. Salgo. Me sigue. Está en la casa de enfrente, en la de al lado, sale de la bocacalle de la cuadra donde vivo. En el kilómetro que recorro diario aparece en diversas poses. Conversa en una esquina, barre el patio de una casa, va cabizbaja en sentido contrario al mío o guiña el ojo desde un bus.
Es ubicuo. Por eso a veces no lo veo. En muchos lugares, silencioso se dedica a fabricar empleados domésticos (bien podrían patentar como una nueva iniciativa microempresaria). Es mentira que circule sólo entre prostitutas, asaltantes o pandilleros, como se dice. No. Es casi tan desalmado como el Sida, que no discrimina a nadie. No le importa si es analfabeto o si acumuló 20 años en aulas. Con su inevitable santo y seña el perseguidor empareja a todos: “¿Y vos, ya hallaste ‘pegue’?”. “Todavía nada” o un consolador “quedaron de resolverme la próxima semana”. El desempleo, se ha llevado en el saco a medio mundo en este país.
Lo padece mi papa (así sin acento), mi hermana, un amigo de la infancia que ya es ingeniero, otros dos buenos amigos y sus mujeres, una docena de vecinos. Viven más pendientes de las páginas amarillas del periódico que de Sábado Gigante en la televisión.
Uno de ellos calcula que metió sus papeles en unos 15 lugares el año pasado. Las respuestas suenan a chiste de humor negro. Si es joven, el clásico: “se necesita gente con más experiencia” y si es lo contrario: “necesitamos un personal más joven”. Y si no sabe, necesitamos que aprenda, y si sabe mucho —que en este país son los menos— anda usted muy “sobrecalificado”. Hay mil excusas para decir no. Da la impresión que los perfiles laborales de sueldos y horarios de zona franca, para las vacantes mínimas que se ofertan, se elaboran en Marte.
Pero esta historia no puede ser, no puede ser, me digo. Cómo va a ser posible, si la biblia del gobierno dice que sólo el 12 por ciento de la gente apta para trabajar está desocupada. El perseguidor tiene que ser imaginario entonces. Debe ser una impresión equivocada la mía. Y también la de las miles de personas, que tras cada encuesta, claman en coro: ¡trabajo!
¡Ah!, haberlo pensado antes. Seguro que en el sector informal de empleo, ya cuentan a los arrebatadores de buses, a los rateros de bicicletas, al ejército de niños y viejos que mendiga en las calles. Tampoco faltarán las prostitutas y travestís ¡Cuidado!, no les vaya a caer un día de estos el Fisco para cobrarles el Impuesto sobre la Renta, o el INSS a pedirles su tajada para la Seguridad Social. Tal vez el Código de la Niñez salve a los chavalos.
No esperaba que el gobierno despegara a la velocidad de Neil Armstrong que se disparó hasta la luna varias décadas atrás, pero tampoco que fuera tan lento. Harta estoy del cuento que la corrupción barrió con todo, menos con las cataratas de sueldos de los altos funcionarios, claro. Pero ese es otro cuento que ahora no voy a tocar.
Hace dos semanas la suela del último par de zapatos que compré, se me despegó después de año y medio de uso. Lo voy a reparar, pero creo que el par ya pagó lo que costó.
¿Cuándo pagará sus votos el gobierno? No lo sé. Ojalá su inercia tuviera la vida útil de mi zapato.
Mientras tanto el perseguidor seguirá allí, al acecho.
(Columna publicada en La Prensa 15-01-2003, pero vigente)
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