domingo, 4 de julio de 2010

A la caza de langosta*

Por Amalia Morales- Mar adentro. Un día de febrero a punto de reventar. Una embarcación langostera ancla en el océano y se convierte en templo. En la punta de la proa, un pastor sostiene una biblia entre las manos y pronuncia una oración en miskito y español. Apiñados, de pie o sentados sobre la compuerta del congelador de la nave, descalzos, en short, apenas tapados por camisetas ralas, desmangadas, con los brazos cruzados sobre los pechos desnudos, un puñado de hombres cierra los ojos y canta a Dios en ayunas:





Me ha tocado/ sí, me ha tocado/ y ahora sé que es mí salvador/ me ha tocado Cristo el señor/ desde que él amó mí ser/ nunca dejaré de alabarte/ hasta que regrese otra vez/me ha tocado, sí me ha tocado y ahora sé que es mi salvador/me ha tocado Cristo el señor…



El cielo se sonroja y lentamente se pone amarillo como un huevo frito.



Estos hombres cantan a grito partido como niños en altares de La Gritería. Cantan, y oran más en miskito que en español, porque es el idioma que aprendieron cuando gateaban en los ranchos de madera alzados en pilotes en sus comunidades. Cantan, alejados de tierra firme, en medio de un mar azul que es inmenso, que es eterno, pero muy cerca del lecho de arrecifes conocidos como Man of War, donde esperan encontrar al marisco que servido en un plato, en Estados Unidos, no baja de los 40 dólares.



Cantan, sentados entre las columnas de cayucos que ocupan buena parte de la proa y que, por unos centímetros, pegan con el andamio metálico que está forrado con una carpa azul que sirve de techo —y también de sostén— a las hamacas rosadas y amarillas en las que duermen los cayuqueros al final de cada jornada, durante los 11 días que dura la faena. Cantan, porque es el único acto sublime que pueden permitirse aquí, en esta llanura de agua, y a esta hora. Cantan, porque necesitan que el de arriba los oiga y los proteja en los minutos eternos que van a sumergirse en el agua salada, donde van a escarbar en lo hondo y recóndito de los arrecifes, a 70 ó 120 pies, hasta dar con el animal de antenas filosas cuya venta representa el sustento de sus vidas. Sí los sicarios se persignan antes de matar, y los soldados besan las medallas de santos que llevan colgadas en mitad del pecho como antibalas, los buzos miskitos se encomiendan a Dios, cantando salmos, antes de hundirse a cazar langosta.



Ninguno sabe nunca si saldrá entero de la cacería.



En los dos primeros meses de este año, casi al final de la temporada de pesca de langosta por buceo, tres cadáveres, extraídos del mar, recorrieron en andas los 568 metros de tablas del puerto de Bilwi, la capital de la Región Autónoma del Atlántico Norte, RAAN, una de las dos regiones autónomas del Caribe, que ocupa casi un 30 por ciento del territorio nicaragüense.



Esos muertos no fueron noticia en ningún medio nacional. Tampoco los diez enfermos. Menos aún, los cuatro que fueron atendidos en el hospital público de la ciudad, Nuevo Amanecer. En días recientes, la RAAN fue noticia por el hallazgo de un helicóptero de matrícula guatemalteca con sobras de cocaína, en las márgenes del río Coco; por la baja en el precio de la langosta en el mercado internacional, una constante en los últimos 18 meses, y por supuesto, por la celebración de los comicios regionales, que con más sombras que luz se realizan allá cada cuatro años, y en los que se proclamó vencedor el partido de Gobierno, FSLN, a pesar que el 60 por ciento de la gente no participó.



El domingo siete de marzo, el día de las votaciones, la única que lloraba al buzo, Donald Steven, fallecido 13 días antes en el langostero Víctor Manuel, era Natalia Steven, su madre, quien vive en el barrio El Muelle, un cordón de ranchos humildes que rodea el puerto de Bilwi, y que es hervidero de buzos, marinos, cayuqueros, pikineras, expendios de drogas y cantinas que tejen su vida, pero también su muerte, alrededor de la cola de langosta.



“Yo sé bien donde nací, pero no sé dónde voy a morir”, dice, sin dramas, José Luis Trino, nacido en la comunidad de San Jerónimo, Río Coco, hace 33 años. La idea de la muerte es la sombra de los buzos.



A José Luis no es que le guste este oficio, pero es lo que hay. Es lo que ha hecho los últimos 13 años de su vida. “Es por necesidad que estamos aquí. Si hubiera otra cosa qué hacer, pero no hay nada para nosotros, el gobierno no nos ofrece nada”, dice con las manos abiertas en la actitud de quien pide explicaciones. A este hombre moreno, de ojos alegres, que se enamoró de su actual mujer durante un viaje en bus de El Rama a Managua, no le puede gustar un oficio por el que ya murieron dos de sus nueve hermanos: uno en Honduras en 1989, y otro en Bilwi, en 1997. Un tercero que vive en Puerto Cabezas está paralítico.



A los tres se les apareció la “Liwa Mairin” alguna vez, cuenta José Luis, a quien en tierra firme esperan dos mujeres: su esposa y su hija de nueve años. Sus hermanos fallecieron a consecuencia del síndrome de descomprensión o mal del buzo, como también le dicen a esta enfermedad que se adquiere en lo hondo del océano.



De los miles de hombres que salieron a pescar langosta entre 1990 y 2010, unos 200 volvieron tiesos en termos de hielo. Estas cifras en la RAAN pueden no ser exactas y variar según la institución, la organización y el personaje.



Tampoco le gusta a Róger Bushey, un hombre de 46 años, quien se ha metido al agua durante 30 veranos con sus inviernos. Su cuerpo es una costra de arrugas. Bushey tiene las piernas flacas y tostadas de los buzos y unas cuantas manchas en la cara en forma circular como el sol.



“Y dicen que nos van a quitar esto, que se va acabar el buceo, y nosotros ¿qué vamos a hacer?”, pregunta afligido Róger, que es padre de ocho muchachos, ninguno de ellos buzos todavía.



Róger se refiere a lo que dicen dos leyes: la de Pesca y la de “Protección y Seguridad a las personas dedicadas a la actividad del buceo”, con las que el Gobierno pretende poner fin este año al brutal oficio del que viven José Luis y Róger.



A mediano plazo, a Róger le preocupa el cierre del buceo, pero ahora, su mayor preocupación es la salud de su pequeño hijo Cosme, de dos años, que se fue como un pulmón horadado hacia al hospital infantil La Mascota de Managua. Y él no ha tenido cómo mandarle dinero a la madre, que está cuidando al niño en el hospital.



El olor a salitre lo impregna todo. Con las horas, el sabor de la boca es salobre. Lo único que se mira desde el bote son las nubes y el sol, arriba, y el agua, abajo. Como si estuviera contratado para un espectáculo recreativo, un delfín salta y deja ver su lomo gris que los rayos solares y el mar platean. Después de la oración al Creador, José Luis, y sus compañeros se dispersan por el resto del barco. Unos van a la cocina, otros se alistan para la primera bajada al agua. A pesar del trabajo duro que les espera, en estos marinos no hay tristeza ni melancolía. Los más jóvenes se hacen bromas todo el día. Todo el día hablan en miskito, se echan cuentos, repasan amores, hablan de sus hijos, se entabla una especie de hermandad. Ness, el hijo del capitán, que ha venido desde una comunidad de Puerto Lempira, Honduras, para estar con su padre no para de reír.



No son ni las siete de la mañana. La cocina está contigua al camarote de seis literas, donde se acomoda una docena de marinos. A ella se llega por el olor. Es el único sitio que puede oler a sopas maruchán. Pero antes de alcanzar el camarote y la cocina, se pasa por la cabina del timón. Allí permanece el capitán, un hombre recio, de mediana edad, originario de la comunidad de Sisín, situada en la trocha que une a Waspam con Bilwi.



El capitán no suelta el timón, mientras conversa en miskito con sus marinos. Hablan de muchas cosas, de todo, dice: de los riñones que lo aquejan y que lo tuvo en cama todo diciembre, del mal tiempo que se avecina, de la escasez de langosta en estos días.



“No había trabajado hasta ahora”, dice este hombre de ojos café claro, que al final de la jornada ganará el 20 por ciento de la cantidad de libras recogidas.



Ninguno de los que van con el capitán aparta la vista del timón, ni de las coordenadas que marca la pantalla electrónica del GPS (siglas en inglés del Sistema de Posición Global).



De vez en cuando, el capitán entra a su camarote, donde están el radio comunicador y el botiquín.



“Adelante, adelante Capitanía”, responde al llamado de la Fuerza Naval que desde Puerto monitorea la posición de las embarcaciones.



El bote, que sólo cinco años atrás, navegaba en aguas nicas con bandera hondureña, se acerca al meridiano 82, el punto del histórico conflicto entre Colombia y Nicaragua, y se aleja de Bilwi. Nadie lo comenta, pero ha pasado que los langosteros en lugar de mariscos, recogen paquetes de cocaína que tiran las lanchas rápidas de narcos cuando se sienten acosados por las lanchas de los guardacostas. En septiembre del 2008, en el barco Charly Jr. IV los de la naval hallaron 18 paquetes de cocaína, en lugar de cajas con langosta.



Nadie lo dice, pero también es habitual que, en las últimas semanas de la temporada langostera, cuando sea raspada hasta la última piedra de las aguas nacionales, los barcos invadan las aguas de países vecinos. Una de las flotas más piratas es la hondureña, que ha sido encontrada in fraganti muy cerca de los Cayos Miskitos y en Jamaica.



De la cocina vienen los hombres, con panas llenas de un masacote de gallopinto, coloreado con salsa de tomate y con trozos de carne, yuca o malanga. Es la dieta programada por el dueño del barco para esta faena. En cada inmersión al agua, los buzos irán mejorando su alimentación con lo que saquen del agua: caracoles, langostas fuera de talla, monstruos de mar, una especie de punche con una tenaza gigante que le puede partir la nariz a cualquiera y cuya carne es blanca y gustosa.



Por la poca estabilidad de la embarcación, las ollas y las pailas se amarran a la estufa, en algunas se improvisan unas barandas alrededor para sujetarlas con el fin que no se volteen por el azote interminable de pequeñas olas que martillan como un boxeador el saco para golpear.



El bochorno es insoportable. Sudores. Olores revueltos que marean. Un vaho caliente. El aliento del diablo anda suelto en esta cocina. Algunos no aguantan ese hervor y suben al segundo nivel del barco, una suerte de válvula de escape de este barco que avanza con sobrecarga humana. Además de los 20 buzos que, con sus cayuqueros, suman 40 hombres, y son el motor de carne y hueso de la faena, que al final durará 13 días y no 11 debido al mal tiempo, la tripulación está compuesta por 12 marinos, el capitán, el pastor y dos reporteros.



Por eso, los 15 metros de eslora de la embarcación diseñada, en algún astillero de Estados Unidos, para cargar a una docena de personas con fines de pesca recreativa, resulta estrecha para alojar a las 55 almas, con sus necesidades físicas de cada día.



Nunca huele a mierda porque en el barco no hay baño, como es costumbre en estas embarcaciones, en las que acostumbran a viajar hombres nada más, que la gente haga sus necesidades en la punta de la proa o en el sector de la popa. “Es que aquí no andan maricones ni mujeres, así que no hay problema”, dijo un buzo antes de partir.



En la segunda planta, que originalmente era el techo de la nave y en la que se empotró una caseta como dormitorio de los buzos, corre aire fresco. Allí, hasta las siete de la mañana, el sol no quema y su reflejo en el agua todavía no enceguece como a la mitad de la mañana.



José Luis, que lo mismo exhibe una sonrisa brillante por las amalgamas doradas de sus dientes, que una barriga creciente de niño lombriciento, es ágil subiendo por las barandas que están situadas en los flancos, al pie de donde se amontonan los tanques de aire comprimido que en breve él y los demás inhalarán.



El dormitorio colectivo, no es más que una caseta del alto de un niño de 10 años, subdividido en dos por unas tablas. Los que llegan primeros duermen en las tablas, donde entra cierta ventilación.



Los que entran más tarde al barco el día del zarpe, logran cupo en la parte de abajo, adonde se entra agachado, allí la espalda se apoya en reglas y se permanece en lo oscuro: es lo más cercano a un ataúd flotante.



Religiosos. Laboriosos. Muchos de ellos, no parecen los mismos que la víspera abandonaron Puerto Cabezas —el nombre de Bilwi para los funcionarios del Pacífico— embebidos en alcohol. Los buzos tienen fama, y ellos lo saben, de ser los cosacos del Caribe nicaragüense. Los que se parrandean en dos días, el dinero que guerrearon 11 días en lo profundo del mar.



En Bilwi, hay un circuito de cantinas rústicas y burdeles solapados que abren 24 horas. En esos lugares, los lobos marinos beben hasta embrutecerse, hasta rodar. Una de los más frecuentados es el Fast Food, que suena canciones miskitas importadas desde Honduras lo mismo que reggaes de Jamaica y soca de Gran Caimán. Está en lo alto de una calle céntrica y el ruido se oye hasta la avenida central, donde está el monumento del buzo, quizá el punto de referencia más transitado de esta ciudad en la que viven unas 60,000 personas.



Hay borracheras que acaban en crímenes, como sucedió la mañana del 24 de junio del pasado, cuando un buzo de 34 años, originario de Sandy Bay, fue desnucado por otro buzo con el que había ido a tomar la noche anterior.



Beben y se drogan para “tener más coraje” cuando les toca sumergirse al agua, dice un estudio que hizo en el 2000 la abogada María Luisa Acosta para la Organización Internacional del Trabajo, OIT.



Sobrios. Borrachos. Con la destreza de un equilibrista, los buzos subieron al barco, la noche del lunes 15 de febrero, cada uno entró al barco haciendo malabares por un grueso mecate que asía la nave a uno de los troncos del desembarcadero. Más de alguno se agarró de un cordel delgado que un marino les lanzó desde la proa. Este cruce se hace casi a tientas.



En muchos casos funciona, pero en el muelle no ha faltado un desnucado, otro con la pierna rota o el que pierda el dedo de un zarpazo. La subida al barco puede llegar a ser una verdadera guillotina que no discrimina ninguna parte del cuerpo. Y en ese juego, el viento es la mano epiléptica del verdugo que se divierte manipulando el barco.



Los zarpes a los barcos langosteros se extendieron hasta los primeros días de marzo.



Estaba previsto, que este año, la veda de langosta en el Caribe nicaragüense entrara en vigencia el primero de marzo —y durara cuatro meses— por un acuerdo conjunto que, por primera vez, firmaron Nicaragua, Guatemala, Belice, Costa Rica y Honduras. Sin embargo, en el país, sin ninguna explicación de las autoridades de Inpesca (Instituto Nicaragüense de la Pesca), hasta el seis de marzo siguieron zarpando algunos de los 38 botes langosteros que flotan en la región. En Bilwi, se especula que fue una estratagema del Gobierno para inclinar la balanza electoral.



“Después vienen meses muertos en los que no se hace nada, en ese tiempo yo salgo a “chambear”, dice José Luis. Para él eso significa emplearse como obrero de construcción, un trabajo que no abunda en la zona, o virar hacia la agricultura, en el sector de los llanos, una actividad que se hace más por subsistencia.



Alrededor de 2,000 ó 3,000 hombres entre buzos, marinos, cayuqueros, capitanes, quedan sin nada que hacer en el tiempo de la veda, que comprende de marzo a julio. La veda también afecta a las pikineras, un ejército de mujeres provenientes de distintos barrios de Puerto Cabezas, que se aglomeran en el muelle cada vez que entra o sale un langostero. Ellas suelen prestar dinero a los buzos a cambios de libras de langosta que luego llevan a vender a las plantas exportadoras.



El muelle se vacía. Los botes permanecen anclados. Circulan menos billetes por los almacenes de la calle central. Igual pasa en los tres mercados locales. El flujo de viajantes terrestres disminuye.



La esperanza entonces es blanca y aparece en el mar. “Nos toca esperar que caiga droga en el agua y que la gente de las comunidades venga con “riales aquí”, dice con franqueza un vendedor de ropa interior que reconoce que después de la pesca, la droga es el rubro que mantiene a flote a esta región, donde las autoridades reconocen que nueve de cada 10 está sin trabajo. Quizás el ejemplo más cercano de esa vulnerabilidad es Walpasiksa, la comunidad que está a 30 millas al norte de Bilwi, en la que se había asentado a sus anchas una célula de narcotraficantes, quienes emboscaron a una patrulla conjunta del Ejército y la Policía con la complicidad de algunos comunitarios.



Walpasiksa es una pequeña muestra de esa relación perversa entre pobreza, abandono estatal y narcotráfico.



La Costa siempre ha funcionado con economías de enclaves, que como paracaídas aprovechan los recursos naturales y luego alzan vuelo como las golondrinas, sin generar ningún tipo de progreso y riqueza entre la gente de la región.



Primero fueron las madereras y bananeras estadounidenses que llegaron a comienzos de siglo 20. Los edificios de madera fina de la Standard Fruit Company y la Bragman Bluff Fruit ayudaron a afianzar la bota de los terratenientes mestizos —“los españoles” como todavía le dicen los costeños a los del Pacífico— sobre los caribeños.



La banda de mestizos había sido llevada, años antes, por el presidente liberal José Santos Zelaya, que reincorporó el territorio de la Mosquitia a la fuerza, a fines del siglo 19. Zelaya, el “revolucionario”, arrebató ese territorio boscoso e inaccesible al protectorado británico y acabó con el reinado miskito que había durado más de dos siglos.



En el transcurso de sus 16 reyes, los miskitos o “zambos”, como les nombran en los libros de historia, sembraron el terror en otros pueblos del Caribe como los ramas, mayagnas, tumarines, kukras, así como en los talamancas que vivían en Costa Rica y los nasos de Panamá.



A todos los vendían como esclavos en Jamaica.



Fue esa toma cruel de 1894, la que emparejó a los miskitos en desgracia con el resto de pueblos indígenas que aún sobrevive en el Caribe. Sin embargo, en su imaginario sobreviviría, hasta hoy, la idea de constituirse en una nación independiente.



Tras la hojarasca de las bananeras, cuyos intereses cuidaron con creces los marinos norteamericanos que tantas veces desembarcaron para invadir la zona, como repelidos fueron por Sandino, quedaron las empresas mineras que por décadas explotaron el oro de Siuna, Rosita y Bonanza. Y en los años cincuenta, llegaron las madereras a drenar la celulosa del pino.



Décadas más tarde, cuando todas estas golondrinas se largaran del país, sin dejar siquiera una carretera asfaltada que conecte a Managua con la región, llegaría el boom de la langosta como tabla de salvación.



Es hora de hundirse en el agua salada y ensartar con el arpón la cabeza de la langosta.



La proa se ha desembarazado de casi todos los cayucos y de todos los hombres. Surcando el agua en forma de ocho, el barco ha depositado las canoas de cuatro en cuatro, guardando una distancia prudencial entre el área donde suelta a unos y otros.



Como buitres de 20 dedos, los buzos comienzan a perderse en lo hondo.



Van detrás de ese animal de pintas olivas y rojizas, cuyos larvas remontaron miles de kilómetros de corrientes marinas, antes de venir a desovar a estos lados. Buena parte del desove se produce en el sector de los Cayos Miskitos, al norte de Bilwi, donde por Ley sólo es permitida la pesca artesanal para los indígenas que viven en la zona, la mayoría de ellos miskitos de Sandy Bay.



Por esa langosta (Panulirus argus) de la que sólo se exporta la cola, que no debe medir menos de 20 centímetros, el buzo gana 45 córdobas, un precio bajo si se considera que en otros tiempos llegaron a pagarles hasta 160 córdobas por el marisco.



A pesar de lo bajo, el precio se está recuperando. El año pasado, cayó tanto en el mercado internacional, que los empresarios locales llegaron a pagar 30 córdobas. El gancho al estómago los sofocó y los puso en huelga en junio. Carros volteados, el muelle bloqueado, motines, palizas, heridos. Al final, el Gobierno se puso del lado de los empresarios y les dobló el brazo a los obreros del mar. Tuvieron que acomodarse al precio. Tomarlo o dejarlo.



“Por eso nosotros apoyamos al Whita Tara”, dice Róger, recordando la intentona de un movimiento separatista que fracasó a mediados de octubre del 2010.



En una salida, José Luis vacía cuatro tanques en cuatro inmersiones, qe duran entre 20 y 25 minutos. Un buzo experto dice que cuatro inmersiones por día es demasiado, y 12 que son las que hace cada buzo, tiene olor a muerte anunciada. Cada bajada puede ser la última. Lo sabe. Por eso trata de subir al suave, aunque el aire esté por agotarse. Es de los pocos que ha estado en charlas sobre técnicas de buceo. Muchos nunca fueron porque no entienden el español y porque su grado de escuela o es nulo, o muy precario. Un estudio integral sobre la pesquería de langosta en el mar Caribe, que hizo Nelson Ehrhardt para el Gobierno, en el 2006, dice que el 90 por ciento de los buzos saben del peligro, pero sólo el 20 por ciento tiene alguna capacitación. Tal vez, si supieran, podrían exigir los trajes térmicos para la inmersión, el profundímetro, y el manómetro. En el agua los buzos calculan los metros que bajan por las brazadas y miden la presión por la reacción de sus pulmones, por el peso del agua que los entrampa como gelatina.



José Luis nada bajo el agua con su chapaleta, su arpón en una mano y el guante de lana en la otra, para evitar que las antenas filosas de la langosta lo corten. Su cuerpo nada más lo cubre una pantaloneta asedada verde que parece un calzón de mujer, pero no lo es.



El estudio revelador de Acosta, dice que algunos buzos entran en calzones de mujer, más que por la tela suave, lo hacen por el elástico. Esta vez, ninguno exhibe esa prenda femenina.



José Luis dice que aprendió a bucear en Honduras, en el departamento de Gracias a Dios, donde centenares de miskitos se dedican a la misma actividad desde finales de los años sesenta. Su familia hizo parte del contingente de 10,000 miskitos que, según la OEA (Organización de Estados Americanos) se refugiaron en la Mosquitia hondureña en la década de los ochenta, cuando aquí había guerra.



Y sólo volvieron a finales de los ochenta comienzos de los noventa, cuando triunfó Violeta Barrios de Chamorro. Traían un oficio. Y en la región ya había unos cuantos barcos hondureños que explotaban el recurso con permiso. Así desembocó en la fiebre langostera que floreció en los noventa y fue buena hasta ante del huracán Félix en el 2007.



A Roger, el tornado lo enviudó. “Después del huracán me quedé solo y triste con mis seis hijos”, dice este hombre que acaba de volver de su primera salida sin nada en el saco. En su última faena tampoco le había mejor. Apenas sacó 20 libras, unos 800 córdobas de los cuales pagó una parte al cayuquero.



“Una vecina que me vio triste me dijo Roger tomá a mi hija, ella está sola y vos no podés estar solo”. Y así fue. A los nueve meses nació Cosme.



Más tarde, llega José Luis, en su bolsa tampoco hay mucho. Apenas libra y media, según el pesador, un gordo achinado que pasa sentado sobre unos barriles de agua en la proa.



El agua fría y salada, el ejercicio físico, el sol, da mucha sed y hambre.



Adonis Serapio, un marino de 30 años, con brazos de remos, acomoda los cayucos y los vuelve a jalar en la próxima salida al agua que se hace a mitad de la mañana.



“Winamba, winamba”, (movete, movete), gritó Serapio, un miskito que nunca ha querido ser buzo.



“Se sufre mucho con ese trabajo”, dice, aunque reconoce que con el suyo se gana menos.



A simple vista, lo único que se ve desde la superficie es la misma agua azul, por los cuatro costados. Pero según el capitán y sus marinos, ahí en este nuevo sector hay piedras, y pueden haber más langostas. Nuevamente suelta el rastrillo de pies y manos.



Serapio, que es padre de dos niñas, confiesa que como marino, la vida no es menos azarosa. Recuerda una vez que se hundió el langostero en el que iba. Era de noche, temprano. Con oscuridad para largo. Estaba en alta mar, como ahora, fue difícil mantenerse a flote. Esa vez, el barco iba sobrecargado de gente, como ahora, y de producto. Todos se salvaron, nadie murió.



Hay risas estruendosas. Una de las canoas se acaba de voltear. El cayuquero que ya estaba adentro se empapa por completo. Traga agua, la escupe y se carcajea abriendo unos ojos gigantes. En seguida, endereza la canoa y se vuelve a meter. Le tiran los cuatro tanques. El cayuquero los coloca en el centro de la canoa y se acomoda en el otro extremo.



Las parejas reman con prisa. El mar está un poco picado. Unas brazadas a favor, otras en contra de ese viento que muchas veces es enemigo en alta mar.



Las cabecitas que hurgan las olas se ven lejos del barco que los parió. Pasan otros segundos, y sólo queda una cabeza en el cayuco. El buzo se hundió con uno de los tanques en la espalda. El cayuquero no puede perderlo de vista. El rastro, son las burbujas de aire que el buzo deja como las señales que marcan el aire.



Allá abajo el agua es fría. José Luis dice que en verano, la temperatura abajo es helada, y en invierno, es lo contrario, se parece más al vientre tibio de una madre en el fondo marino.



José Luis vuelve a bajar a 70 pies. Eso equivale a recorrer dos veces el tamaño de los árboles de luces que dejó puestos en las rotondas de Managua, la primera dama, desde hace dos navidades.



No estará pensando en eso José Luis, ahora que se desliza medio desnudo hacia ese fondo celeste, en el que se puede topar con un tiburón carnívoro, o donde lo puede tocar la Liwa Mairin, la “mairin saura”, mujer mala en español.



Una vez sintió su presencia. No alcanzó a verla, pero está seguro que andaba cerca, que estaba por ahí. El se quedó quieto unos segundos, paralizado ante su presencia. Pensó que su hora había llegado. Algo, no sabe qué, la espantó. La sirena se largó y él pudo a salir a flote sin problemas. Pero aclara que nunca la vio.



Los buzos también creen que cuando un pez grande te roza dentro del agua, te está avisando que la mujer que dejaste en tierra firme ya está con otro. “Uno aquí se da cuenta de eso también”, dice entre risas José Luis, al final de la tarde, echado, como sólo puede estarlo en el dormitorio. Esperando otro día, para repetir el ritual de pesca.

*Reportaje publicado en La Prensa 21-03-2010