sábado, 28 de mayo de 2011

Baño en Solentiname

No aguanto el calor y me baño en Solentiname. Al diablo con todo lo que había pensado hasta entonces sobre el humor de las aguas del lago Cocibolca. Sí, ya se que está contaminadoo y que le entra mierda por todos lados, y que ahora mismo que empezó a llover, el lago Xolotlán de Managua en una especie de desquite con la humanidad que no tuvo reparo en volverlo una cloaca, le deja ir su peor descarga al Cocibolca por el río Tipitapa. Basura licuada, el gancho al hígado de un boxeador en el tercer round. Los expertos dicen que estos lagos se conectan solo cuando llueve. Tengo mis dudas, pero como no tengo como probarlo, valido la tesis con desconfianza. Ahora solo quiero que, desde este extremo, el agua me refresque todos los poros. Desde hace rato, la piel se me ha puesto como una esponja de sudor por el calor. El sol me estruja y me hago chorros. Mientras más cerca se está de un río, un charco, un lago, o cualquier espejo de agua, tengo la sensación de que es mayor el sofoque. Más desesperante. Demoledor. No me dan ganas ni de ver para arriba para saber por dónde anda ese huevo frito que continuamente, e injustamente, acabamos odiando los managuas. Las gotas de sudor se han fundido con
el polvo que eleva el viento, y se forman bolitas pegajosas. Mi cuerpo y los otros cuerpos parecen una fábrica de plastilina con sabor a sal. Solo falta la mano traviesa de un niño para inventar figuras con ella. Cuando me baño la plastilina se troca en gelatina. Es verdad en Solentiname, tal vez por el paisaje embriagador –islas de un verdeazuloscuro, con garzas sobrevolando y el silencio anhelante- uno se olvida de cualquier mal olor, mal sabor, y de la posibilidad casi remota de descubrir un submarino humano. Me baño. Nado un rato. Me abandono en este extremo del Cocibolca. Me sumerjo y no veo nada. Siento alivio como lo sentí en Puerto Díaz, el día que bebí agua del grifo, porque si a los demás no les pasada nada por beber agua que viene del lago, a medio filtrar, por qué a mí sí? Nada pasa ni por beber se me juega el estómago, ni por bañarme salgo con picazón como me han dicho algunos que le pasa en algunos Cárdenas. Es todo lo contrario. Saco la cabeza del agua como tortuga y me quedo extasiada con el atardecer de Solentiname. Me quedó ahí hasta que el cielo cierra los ojos y anochece.

domingo, 4 de julio de 2010

A la caza de langosta*

Por Amalia Morales- Mar adentro. Un día de febrero a punto de reventar. Una embarcación langostera ancla en el océano y se convierte en templo. En la punta de la proa, un pastor sostiene una biblia entre las manos y pronuncia una oración en miskito y español. Apiñados, de pie o sentados sobre la compuerta del congelador de la nave, descalzos, en short, apenas tapados por camisetas ralas, desmangadas, con los brazos cruzados sobre los pechos desnudos, un puñado de hombres cierra los ojos y canta a Dios en ayunas:





Me ha tocado/ sí, me ha tocado/ y ahora sé que es mí salvador/ me ha tocado Cristo el señor/ desde que él amó mí ser/ nunca dejaré de alabarte/ hasta que regrese otra vez/me ha tocado, sí me ha tocado y ahora sé que es mi salvador/me ha tocado Cristo el señor…



El cielo se sonroja y lentamente se pone amarillo como un huevo frito.



Estos hombres cantan a grito partido como niños en altares de La Gritería. Cantan, y oran más en miskito que en español, porque es el idioma que aprendieron cuando gateaban en los ranchos de madera alzados en pilotes en sus comunidades. Cantan, alejados de tierra firme, en medio de un mar azul que es inmenso, que es eterno, pero muy cerca del lecho de arrecifes conocidos como Man of War, donde esperan encontrar al marisco que servido en un plato, en Estados Unidos, no baja de los 40 dólares.



Cantan, sentados entre las columnas de cayucos que ocupan buena parte de la proa y que, por unos centímetros, pegan con el andamio metálico que está forrado con una carpa azul que sirve de techo —y también de sostén— a las hamacas rosadas y amarillas en las que duermen los cayuqueros al final de cada jornada, durante los 11 días que dura la faena. Cantan, porque es el único acto sublime que pueden permitirse aquí, en esta llanura de agua, y a esta hora. Cantan, porque necesitan que el de arriba los oiga y los proteja en los minutos eternos que van a sumergirse en el agua salada, donde van a escarbar en lo hondo y recóndito de los arrecifes, a 70 ó 120 pies, hasta dar con el animal de antenas filosas cuya venta representa el sustento de sus vidas. Sí los sicarios se persignan antes de matar, y los soldados besan las medallas de santos que llevan colgadas en mitad del pecho como antibalas, los buzos miskitos se encomiendan a Dios, cantando salmos, antes de hundirse a cazar langosta.



Ninguno sabe nunca si saldrá entero de la cacería.



En los dos primeros meses de este año, casi al final de la temporada de pesca de langosta por buceo, tres cadáveres, extraídos del mar, recorrieron en andas los 568 metros de tablas del puerto de Bilwi, la capital de la Región Autónoma del Atlántico Norte, RAAN, una de las dos regiones autónomas del Caribe, que ocupa casi un 30 por ciento del territorio nicaragüense.



Esos muertos no fueron noticia en ningún medio nacional. Tampoco los diez enfermos. Menos aún, los cuatro que fueron atendidos en el hospital público de la ciudad, Nuevo Amanecer. En días recientes, la RAAN fue noticia por el hallazgo de un helicóptero de matrícula guatemalteca con sobras de cocaína, en las márgenes del río Coco; por la baja en el precio de la langosta en el mercado internacional, una constante en los últimos 18 meses, y por supuesto, por la celebración de los comicios regionales, que con más sombras que luz se realizan allá cada cuatro años, y en los que se proclamó vencedor el partido de Gobierno, FSLN, a pesar que el 60 por ciento de la gente no participó.



El domingo siete de marzo, el día de las votaciones, la única que lloraba al buzo, Donald Steven, fallecido 13 días antes en el langostero Víctor Manuel, era Natalia Steven, su madre, quien vive en el barrio El Muelle, un cordón de ranchos humildes que rodea el puerto de Bilwi, y que es hervidero de buzos, marinos, cayuqueros, pikineras, expendios de drogas y cantinas que tejen su vida, pero también su muerte, alrededor de la cola de langosta.



“Yo sé bien donde nací, pero no sé dónde voy a morir”, dice, sin dramas, José Luis Trino, nacido en la comunidad de San Jerónimo, Río Coco, hace 33 años. La idea de la muerte es la sombra de los buzos.



A José Luis no es que le guste este oficio, pero es lo que hay. Es lo que ha hecho los últimos 13 años de su vida. “Es por necesidad que estamos aquí. Si hubiera otra cosa qué hacer, pero no hay nada para nosotros, el gobierno no nos ofrece nada”, dice con las manos abiertas en la actitud de quien pide explicaciones. A este hombre moreno, de ojos alegres, que se enamoró de su actual mujer durante un viaje en bus de El Rama a Managua, no le puede gustar un oficio por el que ya murieron dos de sus nueve hermanos: uno en Honduras en 1989, y otro en Bilwi, en 1997. Un tercero que vive en Puerto Cabezas está paralítico.



A los tres se les apareció la “Liwa Mairin” alguna vez, cuenta José Luis, a quien en tierra firme esperan dos mujeres: su esposa y su hija de nueve años. Sus hermanos fallecieron a consecuencia del síndrome de descomprensión o mal del buzo, como también le dicen a esta enfermedad que se adquiere en lo hondo del océano.



De los miles de hombres que salieron a pescar langosta entre 1990 y 2010, unos 200 volvieron tiesos en termos de hielo. Estas cifras en la RAAN pueden no ser exactas y variar según la institución, la organización y el personaje.



Tampoco le gusta a Róger Bushey, un hombre de 46 años, quien se ha metido al agua durante 30 veranos con sus inviernos. Su cuerpo es una costra de arrugas. Bushey tiene las piernas flacas y tostadas de los buzos y unas cuantas manchas en la cara en forma circular como el sol.



“Y dicen que nos van a quitar esto, que se va acabar el buceo, y nosotros ¿qué vamos a hacer?”, pregunta afligido Róger, que es padre de ocho muchachos, ninguno de ellos buzos todavía.



Róger se refiere a lo que dicen dos leyes: la de Pesca y la de “Protección y Seguridad a las personas dedicadas a la actividad del buceo”, con las que el Gobierno pretende poner fin este año al brutal oficio del que viven José Luis y Róger.



A mediano plazo, a Róger le preocupa el cierre del buceo, pero ahora, su mayor preocupación es la salud de su pequeño hijo Cosme, de dos años, que se fue como un pulmón horadado hacia al hospital infantil La Mascota de Managua. Y él no ha tenido cómo mandarle dinero a la madre, que está cuidando al niño en el hospital.



El olor a salitre lo impregna todo. Con las horas, el sabor de la boca es salobre. Lo único que se mira desde el bote son las nubes y el sol, arriba, y el agua, abajo. Como si estuviera contratado para un espectáculo recreativo, un delfín salta y deja ver su lomo gris que los rayos solares y el mar platean. Después de la oración al Creador, José Luis, y sus compañeros se dispersan por el resto del barco. Unos van a la cocina, otros se alistan para la primera bajada al agua. A pesar del trabajo duro que les espera, en estos marinos no hay tristeza ni melancolía. Los más jóvenes se hacen bromas todo el día. Todo el día hablan en miskito, se echan cuentos, repasan amores, hablan de sus hijos, se entabla una especie de hermandad. Ness, el hijo del capitán, que ha venido desde una comunidad de Puerto Lempira, Honduras, para estar con su padre no para de reír.



No son ni las siete de la mañana. La cocina está contigua al camarote de seis literas, donde se acomoda una docena de marinos. A ella se llega por el olor. Es el único sitio que puede oler a sopas maruchán. Pero antes de alcanzar el camarote y la cocina, se pasa por la cabina del timón. Allí permanece el capitán, un hombre recio, de mediana edad, originario de la comunidad de Sisín, situada en la trocha que une a Waspam con Bilwi.



El capitán no suelta el timón, mientras conversa en miskito con sus marinos. Hablan de muchas cosas, de todo, dice: de los riñones que lo aquejan y que lo tuvo en cama todo diciembre, del mal tiempo que se avecina, de la escasez de langosta en estos días.



“No había trabajado hasta ahora”, dice este hombre de ojos café claro, que al final de la jornada ganará el 20 por ciento de la cantidad de libras recogidas.



Ninguno de los que van con el capitán aparta la vista del timón, ni de las coordenadas que marca la pantalla electrónica del GPS (siglas en inglés del Sistema de Posición Global).



De vez en cuando, el capitán entra a su camarote, donde están el radio comunicador y el botiquín.



“Adelante, adelante Capitanía”, responde al llamado de la Fuerza Naval que desde Puerto monitorea la posición de las embarcaciones.



El bote, que sólo cinco años atrás, navegaba en aguas nicas con bandera hondureña, se acerca al meridiano 82, el punto del histórico conflicto entre Colombia y Nicaragua, y se aleja de Bilwi. Nadie lo comenta, pero ha pasado que los langosteros en lugar de mariscos, recogen paquetes de cocaína que tiran las lanchas rápidas de narcos cuando se sienten acosados por las lanchas de los guardacostas. En septiembre del 2008, en el barco Charly Jr. IV los de la naval hallaron 18 paquetes de cocaína, en lugar de cajas con langosta.



Nadie lo dice, pero también es habitual que, en las últimas semanas de la temporada langostera, cuando sea raspada hasta la última piedra de las aguas nacionales, los barcos invadan las aguas de países vecinos. Una de las flotas más piratas es la hondureña, que ha sido encontrada in fraganti muy cerca de los Cayos Miskitos y en Jamaica.



De la cocina vienen los hombres, con panas llenas de un masacote de gallopinto, coloreado con salsa de tomate y con trozos de carne, yuca o malanga. Es la dieta programada por el dueño del barco para esta faena. En cada inmersión al agua, los buzos irán mejorando su alimentación con lo que saquen del agua: caracoles, langostas fuera de talla, monstruos de mar, una especie de punche con una tenaza gigante que le puede partir la nariz a cualquiera y cuya carne es blanca y gustosa.



Por la poca estabilidad de la embarcación, las ollas y las pailas se amarran a la estufa, en algunas se improvisan unas barandas alrededor para sujetarlas con el fin que no se volteen por el azote interminable de pequeñas olas que martillan como un boxeador el saco para golpear.



El bochorno es insoportable. Sudores. Olores revueltos que marean. Un vaho caliente. El aliento del diablo anda suelto en esta cocina. Algunos no aguantan ese hervor y suben al segundo nivel del barco, una suerte de válvula de escape de este barco que avanza con sobrecarga humana. Además de los 20 buzos que, con sus cayuqueros, suman 40 hombres, y son el motor de carne y hueso de la faena, que al final durará 13 días y no 11 debido al mal tiempo, la tripulación está compuesta por 12 marinos, el capitán, el pastor y dos reporteros.



Por eso, los 15 metros de eslora de la embarcación diseñada, en algún astillero de Estados Unidos, para cargar a una docena de personas con fines de pesca recreativa, resulta estrecha para alojar a las 55 almas, con sus necesidades físicas de cada día.



Nunca huele a mierda porque en el barco no hay baño, como es costumbre en estas embarcaciones, en las que acostumbran a viajar hombres nada más, que la gente haga sus necesidades en la punta de la proa o en el sector de la popa. “Es que aquí no andan maricones ni mujeres, así que no hay problema”, dijo un buzo antes de partir.



En la segunda planta, que originalmente era el techo de la nave y en la que se empotró una caseta como dormitorio de los buzos, corre aire fresco. Allí, hasta las siete de la mañana, el sol no quema y su reflejo en el agua todavía no enceguece como a la mitad de la mañana.



José Luis, que lo mismo exhibe una sonrisa brillante por las amalgamas doradas de sus dientes, que una barriga creciente de niño lombriciento, es ágil subiendo por las barandas que están situadas en los flancos, al pie de donde se amontonan los tanques de aire comprimido que en breve él y los demás inhalarán.



El dormitorio colectivo, no es más que una caseta del alto de un niño de 10 años, subdividido en dos por unas tablas. Los que llegan primeros duermen en las tablas, donde entra cierta ventilación.



Los que entran más tarde al barco el día del zarpe, logran cupo en la parte de abajo, adonde se entra agachado, allí la espalda se apoya en reglas y se permanece en lo oscuro: es lo más cercano a un ataúd flotante.



Religiosos. Laboriosos. Muchos de ellos, no parecen los mismos que la víspera abandonaron Puerto Cabezas —el nombre de Bilwi para los funcionarios del Pacífico— embebidos en alcohol. Los buzos tienen fama, y ellos lo saben, de ser los cosacos del Caribe nicaragüense. Los que se parrandean en dos días, el dinero que guerrearon 11 días en lo profundo del mar.



En Bilwi, hay un circuito de cantinas rústicas y burdeles solapados que abren 24 horas. En esos lugares, los lobos marinos beben hasta embrutecerse, hasta rodar. Una de los más frecuentados es el Fast Food, que suena canciones miskitas importadas desde Honduras lo mismo que reggaes de Jamaica y soca de Gran Caimán. Está en lo alto de una calle céntrica y el ruido se oye hasta la avenida central, donde está el monumento del buzo, quizá el punto de referencia más transitado de esta ciudad en la que viven unas 60,000 personas.



Hay borracheras que acaban en crímenes, como sucedió la mañana del 24 de junio del pasado, cuando un buzo de 34 años, originario de Sandy Bay, fue desnucado por otro buzo con el que había ido a tomar la noche anterior.



Beben y se drogan para “tener más coraje” cuando les toca sumergirse al agua, dice un estudio que hizo en el 2000 la abogada María Luisa Acosta para la Organización Internacional del Trabajo, OIT.



Sobrios. Borrachos. Con la destreza de un equilibrista, los buzos subieron al barco, la noche del lunes 15 de febrero, cada uno entró al barco haciendo malabares por un grueso mecate que asía la nave a uno de los troncos del desembarcadero. Más de alguno se agarró de un cordel delgado que un marino les lanzó desde la proa. Este cruce se hace casi a tientas.



En muchos casos funciona, pero en el muelle no ha faltado un desnucado, otro con la pierna rota o el que pierda el dedo de un zarpazo. La subida al barco puede llegar a ser una verdadera guillotina que no discrimina ninguna parte del cuerpo. Y en ese juego, el viento es la mano epiléptica del verdugo que se divierte manipulando el barco.



Los zarpes a los barcos langosteros se extendieron hasta los primeros días de marzo.



Estaba previsto, que este año, la veda de langosta en el Caribe nicaragüense entrara en vigencia el primero de marzo —y durara cuatro meses— por un acuerdo conjunto que, por primera vez, firmaron Nicaragua, Guatemala, Belice, Costa Rica y Honduras. Sin embargo, en el país, sin ninguna explicación de las autoridades de Inpesca (Instituto Nicaragüense de la Pesca), hasta el seis de marzo siguieron zarpando algunos de los 38 botes langosteros que flotan en la región. En Bilwi, se especula que fue una estratagema del Gobierno para inclinar la balanza electoral.



“Después vienen meses muertos en los que no se hace nada, en ese tiempo yo salgo a “chambear”, dice José Luis. Para él eso significa emplearse como obrero de construcción, un trabajo que no abunda en la zona, o virar hacia la agricultura, en el sector de los llanos, una actividad que se hace más por subsistencia.



Alrededor de 2,000 ó 3,000 hombres entre buzos, marinos, cayuqueros, capitanes, quedan sin nada que hacer en el tiempo de la veda, que comprende de marzo a julio. La veda también afecta a las pikineras, un ejército de mujeres provenientes de distintos barrios de Puerto Cabezas, que se aglomeran en el muelle cada vez que entra o sale un langostero. Ellas suelen prestar dinero a los buzos a cambios de libras de langosta que luego llevan a vender a las plantas exportadoras.



El muelle se vacía. Los botes permanecen anclados. Circulan menos billetes por los almacenes de la calle central. Igual pasa en los tres mercados locales. El flujo de viajantes terrestres disminuye.



La esperanza entonces es blanca y aparece en el mar. “Nos toca esperar que caiga droga en el agua y que la gente de las comunidades venga con “riales aquí”, dice con franqueza un vendedor de ropa interior que reconoce que después de la pesca, la droga es el rubro que mantiene a flote a esta región, donde las autoridades reconocen que nueve de cada 10 está sin trabajo. Quizás el ejemplo más cercano de esa vulnerabilidad es Walpasiksa, la comunidad que está a 30 millas al norte de Bilwi, en la que se había asentado a sus anchas una célula de narcotraficantes, quienes emboscaron a una patrulla conjunta del Ejército y la Policía con la complicidad de algunos comunitarios.



Walpasiksa es una pequeña muestra de esa relación perversa entre pobreza, abandono estatal y narcotráfico.



La Costa siempre ha funcionado con economías de enclaves, que como paracaídas aprovechan los recursos naturales y luego alzan vuelo como las golondrinas, sin generar ningún tipo de progreso y riqueza entre la gente de la región.



Primero fueron las madereras y bananeras estadounidenses que llegaron a comienzos de siglo 20. Los edificios de madera fina de la Standard Fruit Company y la Bragman Bluff Fruit ayudaron a afianzar la bota de los terratenientes mestizos —“los españoles” como todavía le dicen los costeños a los del Pacífico— sobre los caribeños.



La banda de mestizos había sido llevada, años antes, por el presidente liberal José Santos Zelaya, que reincorporó el territorio de la Mosquitia a la fuerza, a fines del siglo 19. Zelaya, el “revolucionario”, arrebató ese territorio boscoso e inaccesible al protectorado británico y acabó con el reinado miskito que había durado más de dos siglos.



En el transcurso de sus 16 reyes, los miskitos o “zambos”, como les nombran en los libros de historia, sembraron el terror en otros pueblos del Caribe como los ramas, mayagnas, tumarines, kukras, así como en los talamancas que vivían en Costa Rica y los nasos de Panamá.



A todos los vendían como esclavos en Jamaica.



Fue esa toma cruel de 1894, la que emparejó a los miskitos en desgracia con el resto de pueblos indígenas que aún sobrevive en el Caribe. Sin embargo, en su imaginario sobreviviría, hasta hoy, la idea de constituirse en una nación independiente.



Tras la hojarasca de las bananeras, cuyos intereses cuidaron con creces los marinos norteamericanos que tantas veces desembarcaron para invadir la zona, como repelidos fueron por Sandino, quedaron las empresas mineras que por décadas explotaron el oro de Siuna, Rosita y Bonanza. Y en los años cincuenta, llegaron las madereras a drenar la celulosa del pino.



Décadas más tarde, cuando todas estas golondrinas se largaran del país, sin dejar siquiera una carretera asfaltada que conecte a Managua con la región, llegaría el boom de la langosta como tabla de salvación.



Es hora de hundirse en el agua salada y ensartar con el arpón la cabeza de la langosta.



La proa se ha desembarazado de casi todos los cayucos y de todos los hombres. Surcando el agua en forma de ocho, el barco ha depositado las canoas de cuatro en cuatro, guardando una distancia prudencial entre el área donde suelta a unos y otros.



Como buitres de 20 dedos, los buzos comienzan a perderse en lo hondo.



Van detrás de ese animal de pintas olivas y rojizas, cuyos larvas remontaron miles de kilómetros de corrientes marinas, antes de venir a desovar a estos lados. Buena parte del desove se produce en el sector de los Cayos Miskitos, al norte de Bilwi, donde por Ley sólo es permitida la pesca artesanal para los indígenas que viven en la zona, la mayoría de ellos miskitos de Sandy Bay.



Por esa langosta (Panulirus argus) de la que sólo se exporta la cola, que no debe medir menos de 20 centímetros, el buzo gana 45 córdobas, un precio bajo si se considera que en otros tiempos llegaron a pagarles hasta 160 córdobas por el marisco.



A pesar de lo bajo, el precio se está recuperando. El año pasado, cayó tanto en el mercado internacional, que los empresarios locales llegaron a pagar 30 córdobas. El gancho al estómago los sofocó y los puso en huelga en junio. Carros volteados, el muelle bloqueado, motines, palizas, heridos. Al final, el Gobierno se puso del lado de los empresarios y les dobló el brazo a los obreros del mar. Tuvieron que acomodarse al precio. Tomarlo o dejarlo.



“Por eso nosotros apoyamos al Whita Tara”, dice Róger, recordando la intentona de un movimiento separatista que fracasó a mediados de octubre del 2010.



En una salida, José Luis vacía cuatro tanques en cuatro inmersiones, qe duran entre 20 y 25 minutos. Un buzo experto dice que cuatro inmersiones por día es demasiado, y 12 que son las que hace cada buzo, tiene olor a muerte anunciada. Cada bajada puede ser la última. Lo sabe. Por eso trata de subir al suave, aunque el aire esté por agotarse. Es de los pocos que ha estado en charlas sobre técnicas de buceo. Muchos nunca fueron porque no entienden el español y porque su grado de escuela o es nulo, o muy precario. Un estudio integral sobre la pesquería de langosta en el mar Caribe, que hizo Nelson Ehrhardt para el Gobierno, en el 2006, dice que el 90 por ciento de los buzos saben del peligro, pero sólo el 20 por ciento tiene alguna capacitación. Tal vez, si supieran, podrían exigir los trajes térmicos para la inmersión, el profundímetro, y el manómetro. En el agua los buzos calculan los metros que bajan por las brazadas y miden la presión por la reacción de sus pulmones, por el peso del agua que los entrampa como gelatina.



José Luis nada bajo el agua con su chapaleta, su arpón en una mano y el guante de lana en la otra, para evitar que las antenas filosas de la langosta lo corten. Su cuerpo nada más lo cubre una pantaloneta asedada verde que parece un calzón de mujer, pero no lo es.



El estudio revelador de Acosta, dice que algunos buzos entran en calzones de mujer, más que por la tela suave, lo hacen por el elástico. Esta vez, ninguno exhibe esa prenda femenina.



José Luis dice que aprendió a bucear en Honduras, en el departamento de Gracias a Dios, donde centenares de miskitos se dedican a la misma actividad desde finales de los años sesenta. Su familia hizo parte del contingente de 10,000 miskitos que, según la OEA (Organización de Estados Americanos) se refugiaron en la Mosquitia hondureña en la década de los ochenta, cuando aquí había guerra.



Y sólo volvieron a finales de los ochenta comienzos de los noventa, cuando triunfó Violeta Barrios de Chamorro. Traían un oficio. Y en la región ya había unos cuantos barcos hondureños que explotaban el recurso con permiso. Así desembocó en la fiebre langostera que floreció en los noventa y fue buena hasta ante del huracán Félix en el 2007.



A Roger, el tornado lo enviudó. “Después del huracán me quedé solo y triste con mis seis hijos”, dice este hombre que acaba de volver de su primera salida sin nada en el saco. En su última faena tampoco le había mejor. Apenas sacó 20 libras, unos 800 córdobas de los cuales pagó una parte al cayuquero.



“Una vecina que me vio triste me dijo Roger tomá a mi hija, ella está sola y vos no podés estar solo”. Y así fue. A los nueve meses nació Cosme.



Más tarde, llega José Luis, en su bolsa tampoco hay mucho. Apenas libra y media, según el pesador, un gordo achinado que pasa sentado sobre unos barriles de agua en la proa.



El agua fría y salada, el ejercicio físico, el sol, da mucha sed y hambre.



Adonis Serapio, un marino de 30 años, con brazos de remos, acomoda los cayucos y los vuelve a jalar en la próxima salida al agua que se hace a mitad de la mañana.



“Winamba, winamba”, (movete, movete), gritó Serapio, un miskito que nunca ha querido ser buzo.



“Se sufre mucho con ese trabajo”, dice, aunque reconoce que con el suyo se gana menos.



A simple vista, lo único que se ve desde la superficie es la misma agua azul, por los cuatro costados. Pero según el capitán y sus marinos, ahí en este nuevo sector hay piedras, y pueden haber más langostas. Nuevamente suelta el rastrillo de pies y manos.



Serapio, que es padre de dos niñas, confiesa que como marino, la vida no es menos azarosa. Recuerda una vez que se hundió el langostero en el que iba. Era de noche, temprano. Con oscuridad para largo. Estaba en alta mar, como ahora, fue difícil mantenerse a flote. Esa vez, el barco iba sobrecargado de gente, como ahora, y de producto. Todos se salvaron, nadie murió.



Hay risas estruendosas. Una de las canoas se acaba de voltear. El cayuquero que ya estaba adentro se empapa por completo. Traga agua, la escupe y se carcajea abriendo unos ojos gigantes. En seguida, endereza la canoa y se vuelve a meter. Le tiran los cuatro tanques. El cayuquero los coloca en el centro de la canoa y se acomoda en el otro extremo.



Las parejas reman con prisa. El mar está un poco picado. Unas brazadas a favor, otras en contra de ese viento que muchas veces es enemigo en alta mar.



Las cabecitas que hurgan las olas se ven lejos del barco que los parió. Pasan otros segundos, y sólo queda una cabeza en el cayuco. El buzo se hundió con uno de los tanques en la espalda. El cayuquero no puede perderlo de vista. El rastro, son las burbujas de aire que el buzo deja como las señales que marcan el aire.



Allá abajo el agua es fría. José Luis dice que en verano, la temperatura abajo es helada, y en invierno, es lo contrario, se parece más al vientre tibio de una madre en el fondo marino.



José Luis vuelve a bajar a 70 pies. Eso equivale a recorrer dos veces el tamaño de los árboles de luces que dejó puestos en las rotondas de Managua, la primera dama, desde hace dos navidades.



No estará pensando en eso José Luis, ahora que se desliza medio desnudo hacia ese fondo celeste, en el que se puede topar con un tiburón carnívoro, o donde lo puede tocar la Liwa Mairin, la “mairin saura”, mujer mala en español.



Una vez sintió su presencia. No alcanzó a verla, pero está seguro que andaba cerca, que estaba por ahí. El se quedó quieto unos segundos, paralizado ante su presencia. Pensó que su hora había llegado. Algo, no sabe qué, la espantó. La sirena se largó y él pudo a salir a flote sin problemas. Pero aclara que nunca la vio.



Los buzos también creen que cuando un pez grande te roza dentro del agua, te está avisando que la mujer que dejaste en tierra firme ya está con otro. “Uno aquí se da cuenta de eso también”, dice entre risas José Luis, al final de la tarde, echado, como sólo puede estarlo en el dormitorio. Esperando otro día, para repetir el ritual de pesca.

*Reportaje publicado en La Prensa 21-03-2010

lunes, 12 de abril de 2010

Vial crucis

El trago, sí. Las negligencias de todos los que manejan, sí. La falta de señalización en las calles, sí. La falta de calles alternas, sí. El exceso de velocidad (que digo exceso, más bien el complejo de corredores de Fórmula 1, sí. El manejo ofensivo, en lugar del defensivo, sí. El calor insolente que desespera a cualquiera, sí. La epidemia de motocicletas zigzagueando en las calles, sí. La inoperancia de la policía de tránsito, que más parece contratar para cobrar mordidas, sí. Los peatones en la vía, sí y sí. Y sobre este punto, como me atañe, sólo una aclaración: y como no circular por la vía si vivimos en una ciudad sin aceras, y en donde hay, o son el parqueo de carros o el territorio de negocios, porque les recuerdo mis queridos ciudadanos, por si ya se les olvidó, vivimos en una ciudad donde las personas son las que menos importan, en general. Peor aún si usted es un ciudadano de a pie. De qué nos asustamos de 12 ó 28 muertos, no dice la OMS (Organización Mundial de la Salud) que 1,3 millones mueren cada año por accidentes. Son tantos los muertos que hasta se inventó un día para recordar a las víctimas de accidentes de tráfico, el 16 de noviembre. Ahorrémonos las efemérides. Dejemos de lamernos como los gatos después de haber cagado. Comencemos por reconocer la culpa individual que sumada arrojará una culpa colectiva, pero no nos quedemos con el golpe en el pecho, eso no va a salvar al próximo que quede untado en el pavimento.

lunes, 1 de marzo de 2010

La tragedia de Walpasiksa



“Si te vaaaas, te olvido, si te vaaaaas te olvido”, sentencia el coro de un vallenato que suena al lado del predio donde hace poco se jugó un partido de béisbol, y donde ahora sólo quedan mujeres y niños descalzos tirándose pelotas. La canción sale de un equipo de sonido casero que comparte mesa con unas ollas de comida frita, y que es administrado por una mujer recia.

El intérprete del tema, es Diómedes Díaz, el “Cacique”, un cantante popular de ese género musical colombiano que es poco conocido en este país. Y quienes bailan, trenzados frente a la mesa, son dos parejas de miskitos: tres mujeres y un hombre, ebrios, que mecen sus caderas con torpeza. Se menean al ritmo de la caja y el acordeón mientras sostienen en las manos latas de cerveza fría compradas a 40 córdobas cada una.

Minutos después, el baile colombiano es trocado por los tambores nerviosos del Palo de Mayo que se oyen por cuenta de Dimensión Costeña, en la versión que grabaron en los años ochenta. Las parejas se sueltan, se agachan con lentitud, pegan brincos hacia atrás toscamente. Sueltan risotadas. Unos conos rojos, parecidos a los que usan los patinadores, son el límite entre el área donde pueden bailar las parejas y el terreno del comando militar. Éste es el residuo de la fiesta que empezó el Día de los Enamorados, cuando arrancó el torneo de béisbol campesino que involucra a nueve comunidades del litoral sur del municipio de Prinzapolka, en la Región Autónoma del Atlántico Norte, RAAN.

Está previsto que el campeonato finalice el domingo, pero por razones logísticas, por falta de buena comida para los jugadores, el evento deportivo se suspenderá al otro día, el viernes. Los jugadores se irán bravos de Walpasiksa, la comunidad situada a unos 50 kilómetros al sur de Bilwi, a la que se llega por mar.

A unos metros de donde se baila con ánimo los ritmos costeños, una quinceañera paga una gaseosa de 20 córdobas con un billete de 20 dólares. “Aquí sólo con billetes así pagan”, comenta un militar que ha estado en la zona desde los días aciagos en que Walpasiksa, esta comunidad remota del Caribe poblada por 2,200 personas, fue noticia nacional.

El ocho de diciembre de 2009, un día después que el país celebrara la Gritería, dos lanchas en las que iban fuerzas combinadas del Ejército y la Policía, fueron atacadas al atravesar la barra del río Walpa, en la cara de la comunidad. De la hilera de ranchos que se divisa desde el mar, salieron los disparos que cobraron la vida de dos militares y un civil. En la trifulca murieron el teniente de corbeta, Joel Baltodano, el sargento tercero Roberto Somarriba y el comunitario Leonel Paiwas.

El gatillo contra los militares, que hirió a varios uniformados más, lo jalaron narcos que estaban en la comunidad, pero también lo habrían apretado comunitarios que, supuestamente, apoyaban a los narcos y que huyeron después del enfrentamiento. La balacera que se formó, vació el caserío. Mujeres, niños y ancianos se fueron asustados por los recodos del río. Los ranchos se vaciaron, quedaron abandonados a su suerte.

Walpasiksa, que en español significa Piedra Negra, se volvió una comunidad fantasma. También circuló la versión de que muchos huyeron a esconder el dinero y droga que recuperaron de la avioneta que cayó entre los matorrales, en el cementerio de la comunidad, y que había motivado el viaje del Ejército y la Policía. Pero esta versión la niega toda la comunidad. Lo que dijeron, los pocos que hablaron del tema, es que los narcos habían llegado horas antes que los uniformados, y que armados hasta los dientes, exigieron el dinero y la droga que supuestamente traía la avioneta.

Por los sucesos, fueron detenidas 17 personas de la comunidad, entre ellos varios líderes. Algunos todavía están prófugos de la justicia. Pobladores consultados por LA PRENSA, a fines de diciembre, criticaron la presencia del Ejército en la comunidad. También en Bilwi, decenas de miskitos se manifestaron en las calles exigiendo la salida militar de Walpasiksa. Los líderes del partido indígena Yatama, denunciaron represión militar y exigieron la intervención inmediata del Gobierno, y éste contestó que daría más atención a esta aldea remota, a la que sólo se llega por agua tras varias horas de viaje.

Así, a finales de diciembre, hubo un desfile de funcionarios de distintas instituciones por el caserío. Llegaron médicos, que dos meses más tarde no han vuelto a aparecer, para atender a la población nerviosa. Pasaron por ahí, líderes políticos que sólo llegan en tiempos de elecciones, y que han reaparecido las últimas semana a propósito de las elecciones regionales que serán el próximo domingo. Llegaron miembros de la comisión del Sistema Nacional de Atención y Prevención de Desastres, Sinapred, que iban por primera vez a la comunidad y que llevaron varios sacos de comida. Además de algunos organismos como el PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) y Acción Médica Cristiana, que apoyaron mejoras en los pozos de agua de la comunidad.

Con el incidente de diciembre, se supo lo que se sospechaba: Que la comunidad había sido permeada por el narcotráfico desde hacía meses. Según las evidencias recogidas por el destacamento militar y policial, que se instaló en la comunidad a partir de los acontecimientos, permitieron concluir que la comunidad convivía con una célula de narcos, varios de ellos colombianos, que huyeron durante el enfrentamiento.

Los narcos habían construido y equipado varias de las casas nuevas, recién pintadas, que se hallaron después del ataque. Por esos ranchos, construidos estratégicamente al fondo del caserío, circulaba droga, alcohol, se organizaban bacanales y se prostituía a mujeres vírgenes, aparentemente muchas de ellas se alquilaban en caseríos vecinos. Las enfermedades venéreas de transmisión sexual proliferaron, explicaron médicos que iban a la zona, lo mismo que el consumo de droga y la violencia física al interior de las casas, dice el capitán Enrique Pérez, jefe del cuerpo policial asentado en Walpasiksa.

Pérez dice que en la comunidad es común el consumo de “rullboy”, un cóctel de droga que contiene varias tilas de marihuana y tres piedras de crack que se vende por 500 córdobas.

Los hechos de Walpasiksa también expusieron otra verdad cruda: que la presencia del Estado es mínima en las comunidades del Caribe nicaragüense, y eso las deja vulnerables a la actividad narco, como han apuntado varios expertos.

En la comunidad no se bebe agua potable. De los pozos, básicamente un hueco cavado en cualquier sitio de la comunidad, brota un agua amarillenta color orín, que la gente bebe sin hervir y sin clorar. Mucha de la gente acostumbra a defecar al aire libre y unos pocos en letrinas, que también son escasas. Como no hay médicos —no llega ni uno desde diciembre cuando hubo la emergencia— es imposible saber cuántos de los niños (que representan al 60 por ciento de la población) panzones que deambulan por los patios, descalzos y medio desnudos, viven con diarrea.

Lo cierto es que en Walpasiksa no se consigue agua potable ni en las pulperías, pero sí gaseosas y jugos enlatados, y por estos días, cervezas, gracias a los partidos de beis.

El servicio eléctrico es un lujo que sólo pueden dárselo unos cuantos, los que tienen plantas, pero la mayoría, apenas se oculta el sol pasan a verse en penumbras o escucharse nada más. El transporte colectivo de Walpa para Bilwi o para Alamikamba, la cabecera del municipio de Prinzapolka al que oficialmente pertenece la comunidad, depende del capricho de algunos pangueros locales que cobran 800 córdobas, por llevar y traer, a un pasajero. La mayoría prefiere viajar a Bilwi porque allá hay hospital y más comercio que en Alamikamba.

El abandono institucional también es evidente en la escuela primaria, el único edificio escolar del lugar. Las instalaciones construidas con fondos post Mitch, después del predio en el que se juega béisbol y en el que pastan un par de vacas flacas. En las aulas no hay pupitres. Tampoco alumnos, ni maestros. Ahí todavía no empieza el año escolar. Lidia Coleman, la alcaldesa de Prinzapolka, culpa a los uniformados. Dice que ellos ocuparon la madera de los asientos como leña.

Y Julián Paterson, uno de los jueces de la comunidad, dice que el año lectivo empezará hasta que liberen a los 19 detenidos (otros hablan de 17)

“Ya están listos siete maestros para comenzar clases”, dice Paterson durante la entrevista que concedió a mediados de febrero.

El aislamiento es palpable desde el idioma. La gente es amable, sonríe, y suele abrir las puertas de sus ranchos, pero generalmente no entiende español, sólo el miskito que es la lengua con la que nacen y mueren.

La alcaldesa, no quiere que se vea a las comunidades como cómplices del narcotráfico, “porque esto pasa en todo el país, no sólo en la costa” y el “Estado debería prestar atención verdadera a las comunidades”.

En cuanto al tema del narcoactividad en las comunidades, Coleman cree que el Estado se “ha hecho de la vista gorda”.

En muchos ranchos, los trasmallos de pesca se ven tirados en los patios, y sólo parecen útiles para los chanchos que llegan a rascarse y los gatos flacos que ronronean alrededor.

El jefe policial dice que durante un año, aproximadamente, la gente se acostumbró a ser mantenida por la actividad narco, y se desacostumbró de la pesca y la agricultura, que han sido sus fuentes históricas de alimento y de ingreso. La actividad pesquera se está reactivando últimamente, dice el capitán Carlos Cerna jefe de la Fuerza Naval acampada en la comunidad.

Al final de la hilera de casas de la comunidad, desde la que se divisa el mar, está un hombre tejiendo su red. Dice que quiere irse a pescar esta misma tarde, que él vive de eso. Frente a él, otra pareja de hombres emparejan unas tablas de cedro, y luego las clavan en el costado de un rancho nuevo.

En las últimas semanas, por lo menos 20 ranchos se están construyendo en el vecindario de Walpa.

La Policía y el Ejército son las únicas instituciones presentes ahora en la comunidad. La primera, se ocupa de los problemas internos, del orden; y el segundo, a través de su Fuerza Naval y tropa terrestre, se ocupa del resto: de la seguridad y patrullaje alrededor de las comunidades, por agua (mar y río) y tierra.

El jefe policial dice que para evitar más casos de violencia, se prohibió, con la venia de los líderes provisionales, la venta de licor. Sólo se hizo una excepción los días del torneo fallido de béisbol.

Quien llega a Walpasiksa por primera vez, ignorando lo ocurrido hace dos meses, no imaginaría que allí se desafió a la autoridad a punta de balas. Después de esa postal idílica de ranchos de colores que se alzan en zancos al lado de un mar verde, en medio de cocoteros enormes con ramas que parece las aspas de molinos de vientos, lo que más extrañará quizá sea la enorme cantidad de basura plástica que brota desde todos los costados del caserío. Debajo de los ranchos, alrededor, enfrente, cerca de los pozos, en los charcos, en el predio donde se juega béisbol. Pareciera que toda Walpasiksa ha sido cubierta con una alfombra plástica. Las autoridades militares dicen que han intentado organizar a la gente para limpiar, pero ha habido resistencia de los comunitarios hacia el aseo.

Y el problema de la basura se agrava en invierno, cuando la marea sube tanto que se mete a ciertas áreas de la aldea, y entonces se hace una nata de podredumbre sobre un río que es mitad lodo y mitad agua salobre.

Esto contrasta con la limpieza que reina al interior de los ranchos, donde la gente no sólo anda descalza como los japoneses, sino que se sienta y se acuesta en las tablas limpias, por las que no se ve ni se huele una sola gota de mugre.

Lidia Coleman, entrevistada vía telefónica días después del recorrido por Walpasiksa, dice que los detenidos ya fueron liberados y que eso ha dado tranquilidad a la comunidad. En los días, en que Domingo visitó el caserío, los estaban esperando como héroes. Hasta que ellos volvieran se iban a reactivar muchas cosas, entre ellas, las clases.

Coleman también dice que las cosas ahora están en calma. Y es cierto.

Las pulperías se abren temprano. Las mujeres se amontonan en los pozos con los bidones plásticos para llenarlos de agua y cargarlos hasta sus casas, otras van con la ropa sucia y se ponen a lavar en bateas al lado del pozo. En los corredores de los ranchos se sientan las mujeres más viejas a contemplar ese paisaje que se vuelve monótono con las horas y que se detiene como una fotografía.

La presencia de los militares, incomoda cada vez menos, reconoce Coleman. La gente no ha vuelto a solicitar que se retiren, aunque tampoco son de su total confianza. Al principio, varios líderes pidieron que se quedara la Policía, pero que se fuera el Ejército. Sin embargo, el Gobierno decidió dejar a los dos.

Enrique Pérez, el jefe de la Policía, dice que es lo mejor, que sin Ejército no tendría sentido que ellos estuvieran ahí, “porque ellos tienen los medios de los que nosotros carecemos”, dice. Por falta de “medios” fue que fracasó hace unos años la base de la Policía que había en Sandy Bay, la comarca de 10 comunidades que está al otro extremo, al norte de Bilwi, cerca de la frontera Cabo Gracias a Dios, y que es reconocida por actividades narco. El capitán Pérez dice que cuando algo sospechoso ocurría y la Policía quería salir, quienes ofrecían prestarle medios eran, justamente, personas sospechosas de apoyar al narcotráfico. “Por eso se acabó el puesto que teníamos allá”, dice el policía. Y Sandy Bay, un caserío de unas 3,000 personas que malviven de la pesca artesanal en la zona de los Cayos Miskitos, es un sitio visto con recelo por las autoridades castrenses.

En las últimas semanas, en Walpasiksa, perdió fuerza esa petición inicial de que se largue el Ejército. Las autoridades militares dicen que algunos pobladores temerosos, les han confiado que si ellos se van la comunidad no sólo volvería al ritmo loco de antes, de quienes llevaron los vallenatos, sino que también podría ser objeto de violencia, porque los narcos querrían vengarse de los comunitarios que se quedaron con el dinero de la avioneta.

La alcaldesa dice que lo ideal sería que la base estuviera en la barra de Alamikamba, que allí es necesaria la protección. Coleman dice que hace un par de semanas ocurrió un asesinato doble que aún no es esclarece. “Hay comunitarios temerosos”, dice la autoridad.

En Walpasiksa también se dice que entraría gente de otras comunidades a asaltarlos y despojarlos de las guacas de dólares que los comunitarios habrían enterrado en la arena y en las veredas adonde huyeron después del tiroteo. Muchas cosas se dicen en lengua miskita en esta comunidad. Walpasiksa parece un vallenato de Diómedes que si deja de sonar, se olvida.

(publicado en suplemento Domingo La Prensa 28-02-2010)

domingo, 28 de febrero de 2010

Ensayo de carnaval



Esta fiesta brasileña, lamás famosa del mundo, está a las puertas. Los tambores suenan en los primeros días de enero.Aquí nadie siente la lluvia que ha caído al final de la tarde y que ha vaciado las calles en la zona este de Sao Paulo, una de las zonas más empobrecidas de la mole industrial.
Aquí nadie siente el calor que hace y que se disimula con el agua en botellas, las cervezas y el guaraná, el refresco que aquí, en Brasil, debe ser más popular que la Coca-Cola. Aquí a nadie le estorba el ruido.
Al contrario. En este lugar, el escándalo es el combustible para aflojar los pies, reír gratuitamente y bailar. Una pandilla de tambores enredada con panderos y unas guitarritas de cuatro cuerdas que andan algo retiradas y se dejan escuchar por un amplificador de sonidos, son lo único que se siente en este auditorio donde ensaya para el carnaval de febrero la Escuela de Nené, en el barrio Vila Matilde
Aquí, en este abrebocas de carnaval, lo que se siente es el samba.
Los panderos, agitados por incontables manos, parecen bocas que sonríen a las muecas de las tres mujeres espigadas, las garotas que con aires de reinas ocupan el centro de este galerón techado y tan grande como una cancha de baloncesto.
En este ensayo, los tambores y las panderetas son como el aire necesario para respirar. Cada movimiento y toda, pero toda la alegría que se exhala en este auditorio donde están juntos y revueltos viejos con bastón, niñas con trenzas de colores en las cabezas, mujeres recién paridas, muchachas con trapos mínimos y ceñidos, travestís, abuelas de pelo rojo, hombres en shorts y chinelas ostentando sus barrigas, depende del ritmo que expelen esos tambores que cargan una escuadra de morenos fornidos.
No cabe duda, los tambores de los ancestros africanos son la cuerda del alma del “samba enredo” que aquí se practica.
No hay tregua. La percusión de la samba está en una catarsis sucesiva. Los palos se descargan uno tras otro en la panza del bombo. Las piernas de las tres mujeres se mueven rápidas como tijeras que cortan el viento.Las caderas se menean graciosas haciendo juego con las manos. Cuatro niños con panderos en las manos se acercan a una de ellas y atizan su baile.
La más alta de todas, la que baila encima de unas sandalias que en realidad son unos zancos blancos, les corresponde con una sonrisa que se regenera a cada segundo. Viste de short y camisa sin mangas blancas.Su pelo largo y negro, amarrado en una cola le cae hasta la cintura. La otra, una morena de una mini blanca y blusa azul con un escote profundo, aprovecha y se acerca al bloque de los que tocan y les baila.
La tercera garota es rubia teñida. Alza sus manos, saluda a la gente —deben haber unas mil personas— sin dejar de mover sus piernas torneadas. Cualquiera de ellas debe haber aprendido a bailar samba antes de caminar. O las dos cosas al mismo tiempo, porque el samba parece de cierta manera un modo de caminar.
Aunque en ciudades como Río de Janeiro y Sao Paulo, samba “enredo”, que quiere decir historia o cuento, se baila a cualquier hora y en cualquier bar de esquina mientras se conversa con amigos, no es cualquier día que ensaya una escuela de samba.
Las garotas son el gran atractivo de esta fiesta que empieza antes de Semana Santa y que convoca a millones de personas en las principales ciudades del coloso del sur.
Se escogen los últimos días de diciembre, previo a las fiestas de Navidad y fin de año, y todo enero, luego de la fiesta de reyes, arrancan en serio las prácticas de las escuelas.
Éste es el primer ensayo del año en la Escuela de Nené, llamada así en honor a un anciano que casi al final de la jornada aparecerá en el galerón y será aclamado con el fervor de un santo patrono.
Ahora un bloque de mujeres sesentonas, casi todas con el pelo pintado, se atraviesan a las tres mujeronas. Son las bailantes del ala bahiana, uno de los elementos de una escuela de samba.
No son ajenas al corrientazo de electricidad que transmiten los tambores. Las señoras, con apariencia de amas de casa, sonríen, mueven los hombros y las cabezas con suavidad de un lado a otro. Algunas llevan vestidos blancos.Ninguna baila igual a otra. Cada una es dueña de su propia cadencia. Detrás de las abuelas con canas pintadas va un bloque de muchachos que baila en ropa deportiva.
Les dicen la comisión de frente. Si no fueran porque van cumpliendo una coreografía, uno pensaría que son basquetbolistas que están en calistenia para la final de una serie que comenzará en breve. Pero no, son bailantes. Delante de ellos un hombre recio alza las manos y los muchachos cambian de paso como si fueran un bloque de palillonas.
La mayoría de los asistentes que pagaron cinco reales (casi tres dólares) para ver este ensayo se amontona detrás de unas barandas metálicas. Uno de los organizadores explica que se hace así para que los grupos (ala bahiana, comisión de frente, porta banderas, entre otros) tengan espacio para sus coreografías. Pero a medida que el ensayo avanza, la barrera se burla. Una vez que el ensayo se ha visto lo suficiente, los que están al otro lado se cruzan y se integran al ensayo, que al final acaba en una sola fiesta.
La Escuela de Nené es una de las más tradicionales de Sao Paulo. Se fundó en 1949 en una zona deprimida de la ciudad, Vila Matilde, y al poco tiempo ya estaba brillando en los sambódromos —estadios de samba— de Sao Paulo, y acabando con el monopolio de la tradicional Escuela Lavapié (www.nenedevilamatilde.com). En los años sesenta, la Escuela de Nené ganó al menos seis campeonatos en la ciudad, y en su historial figuran más de 10 campeonatos.
En la entrada está la venta de bebidas y de trajes alegóricos. Por 200 reales (alrededor de 120 dólares) los organizadores dicen que cualquiera puede hacerse de uno de estos trajes, diseñados exclusivamente para desfilar en este carnaval 2010.
En el otro extremo está la tarima que permanece tomada por el grupo oficial de la escuela. Son los que llevan la voz cantante. Estas escuelas han aportado grandes voces a la música brasileña como la de Cartola, autor de varios temas que se oyeron en la famosa película “Ciudad de Dios”, y Marisa Montes, una de las voces femeninas más exquisitas de este país suramericano quien ha grabado con la cubana Omara Portuondo.
Pero en este encierro, las voces de los cantantes son opacadas por el estruendo de los tambores que se imponen a los coros que hablan del agua como esencia de vida. Es parte de la tradición también que cada año se escoja un tema, alrededor del cual se canta, se confeccionan los trajes y se adornan las carrozas alegóricas. A veces los temas tienen un sabor a denuncia. En 1988, cuando se celebró el centenario de la abolición de la esclavitud en Brasil, la mayoría de las escuelas rindió homenaje al acontecimiento. La Escuela de Nené, previendo el vuelco de las escuelas hacia la efeméride, escogieron hablar del abandono en la zona este de Sao Paulo.
El clímax del ensayo es la presencia del anciano Nené. Camina apoyado en un andarivel. Es un hombre antiguo, que tapa la blancura de su cabeza con un sombrerito que estuvo de moda en los cuarenta. Sonríe sin fingir. Su paso es lento como el de un buey cansado, en este caso Nené es un rey cansado que bregó mucho para que esa escuela se catapultara como una de las mejores en los años sesenta. Lo siguen hombres corpulentos que visten las camisetas celestes y rotuladas de la escuela. El mismo Nené va todo de celeste.
La escuadra de tambores del centro se parte en dos y abre camino al rey Nené. Hay aplausos que no se oyen, emoción expresada en lágrimas, ruido, risas. Siempre risas. La alegría es en realidad la intransmisible para estar ahí. Una mujer se enjuga el rostro cuando lo ve pasar. No puede creer que lo está viviendo. “Nené es una leyenda viviente”, comenta uno que sólo atina a pelar los dientes por el gran momento y a capturar fotos por su celular.
Los tambores que acaban con el silencio inmóvil no paran. Acuerpan cada gesto de Nené. Cualquiera que no haya visto nunca antes a este hombre llega a componerse. Este año todos esperan un resurgir de la escuela, que atravesó dificultades económicas a comienzos de los noventa.
Después de varios minutos, Nené llega al pie de la tarima. Le pasan un micrófono. De pie da palabras de aliento a los alumnos de la escuela que samban día a día. El abuelo augura que este año la escuela volverá a vestirse de gloria. Sus palabras son de ánimo. Los llama a dar lo mejor en este carnaval que termina el Miércoles de Cenizas.
Le pasan una silla y sentado Nené ahora sí es un rey, coronado por un águila de luces azules.
Los niños le tocan la mano con devoción. Las mujeres le besan las mejillas y lloran. Los hombres lo abrazan y siguen guardando fotos en el celular. Lo suben a la tarima y ahí se repiten las gracias para Nené. La más morena de las garotas que había estado bailando frente a la escuadra le hace una pequeña demostración de su destreza con el samba para Nené. El abuelo sonríe.
Su aparición no acaba con la fiesta, sino al contrario. Es cuando la barrera absurda entre público y ensayistas se pierde por completo. La gente se mezcla de una manera sabrosa y particular como ese jugo de aguacate, leche y azúcar que sólo puede beberse en Brasil, como este carnaval que acaba de empezar.

(Publicado en el suplemento Domingo de La Prensa 24-01-2010)

miércoles, 13 de enero de 2010

25 horas para Bilwi




Para viajar este sábado a Bilwi hay que armarse de una paciencia de
santo, una paciencia que no creo tener ni hoy que es día de la virgen
de Guadalupe. Me han dicho que el viaje hasta la cabecera de la RAAN
(Región Autónoma del Atlántico Norte) dura 30 horas, con suerte. Ahora
que estoy aquí en la terminal del mercado Mayoreo, frente al bus que
oficialmente sale a las cinco de la tarde, vuelvo a pensar en ese
número de horas que me dijo un cobrador, más burlón que afligido, días
atrás. Dudo. Es imposible. Estaba loco, quería desanimarme, me digo.
Son apenas 560 kilómetros, los que una camioneta de doble tracción
recorre en 11 horas máximo, aun con mal camino. Así que no puede ser
que me gaste en ir a Puerto, el mismo tiempo que uno se gasta en ir de
Managua a Ciudad de Panamá, haciendo tramites en dos fronteras y
escala en San José, la capital tica. Es que 30 horas fue justo lo que
ocupe en viajar de Bogota a Caracas –las capitales de Colombia y
Venezuela, respectivamente- hace tres años. Aquella vez fueron casi
2,000 kilómetros de carretera, atenuados con dos cervezas Polar que
compre en la frontera de San Antonio y casi tres litros de agua. Al
bajarme, además de las nalgas entumidas y el pescuezo tieso, coseche
un par de pies hinchados como dos nacatamales mal amarrados que
contemple un largo rato tirada en el piso de la terminal caraqueña
mientras se desinflamaban y podía volver a caminar. No puede ser que
este de nuevo al borde de una travesía como aquella, pienso con cierta
angustia, mientras recupero la imagen de esos pies soplados a los que
ahora se esta pareciendo el techo de este bus amarillo que tengo
enfrente, en cuyo interior alguna vez pusieron su trasero escolares
estadounidenses.
Hay que acomodar bien esa carga. No me dejen todo atrás, distribuyan
bien el peso ----grita una mujer que sólo puede ser la dueña del bus,
que lleva con tranquilidad tanto oro en las orejas, los dedos de las
manos y el cuello en el mercado Mayoreo, como si fuera la primera dama
y estuviera rodeada por la escolta presidencial.
Pelo teñido, pantalón jeans entubado, sandalias de tacón y un cuaderno
de anotaciones en la mano, donde lleva la lista de la mercadería que
enviará en el bus y los nombres de los pasajeros. Se que es la dueña,
porque mientras espero que me venda el asiento del único pasajero que
falta, la oigo decir que hay que cargar todo lo que puedan porque
necesita riales para comprarse otro bus en enero.
Una mujer que llega para abonar un par de sacos más a la carga que va
encima del bus, me comenta que la dueña es copropietaria, junto a su
madre, de ocho buses que cubren las rutas Managua-Bilwi y
Managua-Rosita, bajo el sello de Transportes Aragón.
Cuatro hombres fornidos obedecen los gritos de esa voz sin aliento de
la dueña. Como hormigas, en fila india y sin tropezarse, suben la
carga por las dos escaleras que colocan en los costados del bus.
Mueven decenas de bolsas. Acomodan docenas de sacos. No han acabado de
distribuir las cajas arriba, cuando hay nuevos paquetes abajo que
subir. Un juego de mecedoras de madera roja, empapeladas con periódico
para evitar que se pelen, queda por ultimo.
Luego irán sujetadas en la parte delantera de este segundo piso
improvisado del bus, por encima de la cabeza del chofer.
Y no se cae tanta carga ---pregunto a la dueña cuando en realidad
quiero preguntarle si no hay peligro de que el bus se dé vuelta en el
camino.
No, eso va bien asegurado ---dice mientras me vende el boleto por 420
córdobas, el mismo precio cobrado a los otros pasajeros que subieron
antes a este bus que sale hasta las seis cuando oscurece.
….
Rechina. El interior de este bus rechina como un cuerpo de coyunturas
gastadas que va a reventarse en cualquier momento. Desde que me subí y
ocupé el asiento número 16, al lado de Dexter, un miskito que estudia
becado en la UCA, deja de importarme el tiempo que el bus se demore en
llegar a Puerto Cabezas, como le decimos a Bilwi los que vivimos en el
pacífico. Me obsesiona el peso. “Llevan otro bus encima”, dijo alguien
momento antes que el transporte salga de la terminal. ¿Cómo es posible
que no se fijaran en semejante bulto los policías que merodeaban por
ahí? Y tampoco vieran la carga, los de transito que siempre están en
las afueras del mercado, al acecho de vehículos infractores? El peso
de este bus no sólo se intuye cuando salta y cruje, también se mira,
sobresale como un tumor en la garganta.
Dexter que va al lado de la ventana, me advierte, cuando vamos
trotando a todo volante por el asfalto, que en la salida de Managua el
bus se detuvo un momento y uno de los ayudantes se bajó y dejó algo en
la mano de un uniformado.
A la gente que va dentro del bus tampoco parece importarle la carga
pese a las rajaduras del techo. Una de ellas corona mi cabeza. A
medida que pasan las horas, y la carga de arriba se asienta, me da la
impresión que la grieta se agranda. Sin nada que ver por las ventanas,
más que una oscuridad repetida, paso revista al pasillo del bus. Está
totalmente ocupado por gente y maletas. Hay por lo menos cuatro
personas que llegaron de último, y quisieron viajar a toda costa. Van
sentados en sus propias maletas, con los pies estirados en bultos
ajenos. Daniel, un flaco de bigote, es uno de los que halló acomodo en
el pasillo. Lleva dos almohadas de fundas con flores. Una se la pone
en el trasero y otra en la espalda que en el camino se le baila y se
le pierde. Detrás de mis pantorrillas llevo la valija de Dexter,
acostada en el suelo a lo largo del asiento. En medio de las piernas
llevo mi propia mochila. Del tronco hacia abajo, estoy apretada.
Inmóvil. Con las horas, mis piernas y las maletas se aflojan y
acomodan. Como el resto, aprendo a bucear encima de los bultos. No
suelo ser pesimista pero en este encierro, es inevitable pensar en qué
pasaría si esta caja metálica se volteara por la absurda cantidad de
carga. La única posibilidad de salir que tendríamos, las más de 40
personas que vamos aquí mal sentadas, sería la puerta delantera.
La salida trasera no existe. Está sellada con maletas y sacos que
pegan hasta el techo. En el camino, algunas cajas caen sobre las
cabezas de mujeres y niños que rellenan el fondo del bus. La otra
posibilidad escasa de escapar, serían las ventanas. La mayoría no se
abre completamente, y aunque pudieran bajarse, el cuerpo promedio de
los que van en este automotor de ocho llantas se quedaría atorado. Así
las cosas, al principio es imposible conciliar el sueño. Mejor escucho
a Dexter. Me cuenta que está becado por Pancho Campbell, el diputado
sandinista, y que en Managua vive en el barrio Las Brisas. Dice que
hace seis meses no va a su casa. “Por economía”, dice. Por economía,
más del 80 por ciento de los habitantes de la RAAN viajan como el: de
vez en cuando y en bus.
El pasaje terrestre, ida y vuelta, sale por 840 córdobas, casi la
tercera parte de lo que cuesta el tiquete aéreo hasta Bilwi (150
dólares), con la diferencia que hay tres vuelos diarios y cada uno
dura una hora y 15 minutos. En cambio, el tiempo de llegada de
cualquiera de los buses que salen diario del Mayoreo, es incierto. “No
se preocupe si, porque de que llega, llega”, recuerdo el sarcasmo del
mismo cobrador. “Y eso es cierto”, me dice Marcela Davis, una amiga
de Bilwi, quien me ha dicho que en invierno los pegadores hacen del
viaje por tierra un verdadero infierno. “A veces los buses llegan a
cierto punto, y al otro lado del pegadero esta otro bus, y así hasta
que uno llega”, dice Marcela. Por supuesto, los costos aumentan con
los días: hay más platos de comida que pagar, o más horas que aguantar
como un faquir. En la costa ocho de cada diez que caminan, no tiene
trabajo.
Mientras las ruedas giran, es inevitable pensar en la carretera
costanera que se proyecta construir en el pacifico más para la
circulación turística y de nuevos ricos. Pero también pienso en el
laberinto de asfalto que baja hasta la casa del ex reo y ex
presidente, Arnoldo Alemán y sus familiares en El Crucero. ¿Por qué no
hay una carretera decente hasta Bilwi, si allá viven diseminados unos
300,000 nicaragüenses? ¿Por qué no si de esa región se extraen casi
tres millones de libras de langosta al año y la madera más preciosa
que aún queda en el país?
…..
La primera parada para comer se hace en Muy Muy. Es una noche fresca.
Mucha gente se conforma con una sopa Maruchan y con ir al baño, porque
en el bus no existe el servicio higiénico. En unos cuantos kilómetros
más, cuando la mayoría de los viajantes duerme agotada por los
reggaetones y las rancheras que no dejan de sonar en toda la noche a
un volumen y una luz azul intermitente de discoteca, pasaremos por Río
Blanco. Hasta allí llega el pavimento. A poco más de 200 kilómetros de
Managua. En adelante el viaje transcurre entre trochas, en guindos que
suben y bajan, en puentes estrechos que ponen a prueba el instinto de
equilibrista del conductor y su tropa de ayudantes trasnochados.

Me despierto con la sensación de ir en un barco fondeado en mar
abierto. Una embarcación crujiente mecida por las olas de un lado a
otro como un muñeco porfiado. Pero es el bus. Amanezco respirando en
su panza. Miro el techo y la grieta me hace una risa macabra. Pregunto
por dónde vamos, y Dexter no sabe, se asoma por la ventana, pero da
igual. Un hombre que va al otro lado del pasillo, y que habla con el
aire de un contador de leyendas de terror, recuerda que hace unos años
se dio vuelta el bus en el que iba.
¿Y? ---le pregunto.
No paso nada gracias a Dios, sólo hubo golpeados ---me dice con naturalidad.
Tengo la sensación entonces que voy en un bus fantasma que incluye la
fatalidad en el costo del pasaje.
….
Aunque pagamos hasta Bilwi, el viaje en Transportes Aragón, llega a
mediodía del domingo hasta Leimus, una comunidad que está a unos
kilómetros de Rosita. Dos de las ruedas del bus ceden al peso y se van
de un lado. El bus apenas se marea y cojea como una mujer que pierde
el paso porque un tacón se le doblo. “Se quebró el eje”, comenta uno.
Los pasajeros hombres que en otro tramo fungieron como ayudantes, esta
vez no pueden hacer nada por alinear las llantas salidas como dientes
sin frenillos. Después de revisar, el chofer y uno de sus hombres
piden raid a un carro que retorna a Rosita. Es la última vez que los
veo a ellos y al bus. Dos días después en la terminal de Bilwi sigo
sin señales del bus. Peroe esto es normal. Le pasa a cualquier
empresa.
….
Un bus viene lento a lo lejos. Casi a paso de gente. Se estaciona a la
sombra del árbol en que estamos la mitad de los que nos quedamos
varados, decididos a irnos en lo primero que se detenga. A 100
córdobas por cabeza nos suben. Atrás queda la otra mitad, entre ellos
Dexter, a quien volveré a ver en el parque de Puerto un día después.
Por decisión individual, la mayoría pedimos asiento en el techo del
bus que va despoblado y con poca carga. En mi caso, prefiero el sol y
el aire libre, que el encierro, el vaivén inútil y esa lentitud
indolente. Daniel, que habla con el cobrador para pagar su nuevo
pasaje en Bilwi, me presta una de sus almohadas. Sentada en ella, me
parece amable el caserío de Sasa. Es una tarde bucólica de ranchitos
dispersos en un llano sinfín a pesar de la amenaza de lluvia. El
bosque que fue derribado por el rodillo mortal del Félix, hace más de
dos años, reverdece suavemente.
Este viaje tampoco es un mar de rosas. En dos ocasiones se pinchan las
llantas y hay que esperar media hora, por lo menos, para reanudar el
viaje. “Las últimas tres veces que he viajado de Puerto a Managua me
ha tocado trasbordar”, dice un fortachón que comparte la canastera con
nosotros y que lleva entre sus piernas a su hija pequeña. “Yo vivo en
Costa Rica, y allá siento que me tratan con más dignidad que aquí en
mi país”, dice una morena recia que habla mejor miskito que español y
usa remangado el jeans hasta las rodillas.
….
Una curva más, una bajada y subida más y llegamos a Wawa, casi a las
cinco de la tarde. Caigo en cuenta que este domingo sólo probé un
paquete de galletas, una gaseosa y una botella de agua. El ferry que
va a mitad del río de Wawa, cuando nuestro bus arrima, se regresa a la
orilla y nos recoge. Las vendedoras de comida ofrecen sus frituras a
los viajantes. Algunos de los que van en el techo se bajan a comer.
“Aquí ya me siento en Puerto”, dice Daniel, pero Eduardo, el cobrador
desertor de buses que ha sido testigo de asaltos recientes en el
triángulo minero, dice que faltan unos pegaderos de cuidado. Son
engañosos. No parece hoyos profundos, pero los vehículos se pegan y
sólo salen jalados por otros. Pienso que nada puede ser peor que
viajar en buses lentos, sobrecargados, ruidosos, sin ventilación, sin
baños, con asientos duros en los que uno parece más una bestia de
carga que un ser humano. Y no me equivoco. Hace 115 años, desde que se
produjo la anexión violenta de la Mosquitia el pacífico, el Estado, le
debe esta carretera y un mejor transporte a la región que hasta hace
poco se movía en viejos camiones IFA. Avanzamos en cámara lenta por un
par de bancos de arenas movedizas más y se acaba la odisea. En algunos
baches, unos niños descalzos y tostados hacen las veces de obreros del
MTI (Ministerio de Transporte e Infraestructura). Por unas monedas a
cambio, rellenan huecos con piedras y tablas y señalan por donde
pasar.
La noche cae lentamente. Al mismo tiempo vemos un sol sangrante
ocultarse y más arriba distinguimos las primeras estrellas de un cielo
azul oscuro. Eduardo que lleva su cabeza pegada a la mía y a la de su
amigo Jorge, busca las siete cabritas y el arado. Jorge quiere entrar
de noche a Bilwi para que no lo vean unos enemigos que lo hicieron
huir por dos semanas a las minas. Asoman las lucecitas de la pista
aérea internacional que se esta construyendo. “Antes, Puerto se miraba
más iluminado. Ahora hay muchos palos que no dejan ver”, dice Eduardo,
tal vez por eso no me percato que ya entramos a la ciudad y que son
las siete de la noche. Si tuviera enfrente al cobrador aquel le diría
que tuve suerte: fueron 25 horas y no 30 como pronosticó. Me faltó la
paciencia de un santo, pero me sobró ese aguante que sólo puede ser
humano.

(Crónica publicada el 10-01-2010 suplemento Domingo de La Prensa)

jueves, 24 de diciembre de 2009