jueves, 25 de junio de 2009

El biógrafo de Sandino

Gregorio Selser, el hombre que le dio estatura de héroe continental a Augusto C. Sandino cuando en el país le decían bandolero, vivió para contar la historia contemporánea de América Latina. Hace 18 años un cáncer lo llevó al suicidio en Ciudad de México, pero su prolífica obra que abarca medio centenar de libros, decenas de artículos periodísticos y tres millones de recortes de periódicos, es manantial inagotable de consulta de nuevas generaciones.

(Publicado en Magazine revista de La Prensa, 17-05-2009)

Detrás de unos lentes gruesos de miope, los ojos pequeños de un hombre bajito y regordete se concentraban en las páginas sepias de periódicos de los años veinte que estaban conservados en los anaqueles del archivo de La Prensa, el derechista diario de Argentina para el cual trabajaba, en el año de 1954. Buscaba noticias viejas de un país que no conocía, y que está a varios miles de kilómetros del suyo, hacia el norte. Como un niño que hace manualidades cortaba las fichas con cuchillas de afeitar, las llenaba con fechas, nombres de personajes, lugares, hechos, información toda que organizaba paralelamente en su memoria. Gregorio Selser, 32 años, casado, de oficio periodista y residente en Buenos Aires, se metía al archivo del periódico hacia la medianoche, después que había cumplido con su tarea informativa en la sección de Transporte y Comunicaciones. Podría decirse que su trabajo era sencillo. Nunca escribía de política en un país que desde 1946 está viviendo cambios con el primer gobierno, autoritario y populista, del militar Juan Domingo Perón y su histriónica esposa, la ex actriz, Eva Perón, la famosa “Evita”.
De ese empleo que consiguió después de haber sido el secretario privado de Alfredo Palacios, el primer diputado socialista de Argentina y de América Latina, que cayó en desgracia en la era de Perón, a Selser le interesaban dos cosas: el sueldo que cobraba al final de mes, que le permitía mantener su casa, y el tiempo que le quedada para leer e investigar sobre Guatemala, el país centroamericano que desde 1944 estaba en ebullición gracias a la revolución que encabezaron Jacobo Arbenz y Juan José Arévalo. Selser quería entender cómo este pequeño país rompió ese sino inevitable de “república bananera”, en el que Estados Unidos (EE. UU.) gobernaba a control remoto a través de la United Fruit Company (FCO) y con el apoyo de los dictadores de turno que poblaban el vecindario.
Selser sabía que en Nicaragua, el general Anastasio Somoza García, el primero de la dinastía somocista, que fue ajusticiado en 1956, gobernaba como su finca; también, que en República Dominicana se afianzaba cada día el militar Leonidas Trujillo, quien decía que “Dios en el cielo” y él, “el jefe”, en la tierra; o que en las narices de EE. UU. en Cuba, había asumido, en 1952, el golpista, Fulgencio Batista, apodado “el hombre”, quien años más tarde sería arrollado por una intempestiva revolución tropical a cargo de un puñado de barbudos.
Con unas tazas de café para espabilarse en el archivo del diario, donde a veces se quedaba hasta las dos, Selser leía las crónicas de los años veinte y los treinta. Hablaban de la “gran depresión” estadounidense --una crisis tan brava como la de ahora--, la prohibición del alcohol, pero también robaba espacio en las primeras páginas un nombre del que Selser no volvería a zafarse en la vida: Augusto C. Sandino. Los reportes decían que era un campesino nicaragüense, un muchacho de un pueblo llamado Niquinohomo, un hombre antiimperialista que con un ejército de 30 hombres, incluyéndose, se rebelaba contra el ejército del país más poderoso del continente. Según las crónicas que Selser encontró, Sandino fue traicionado y asesinado en 1934, por el entonces aprendiz de dictador, Anastasio Somoza, quien en los años cincuenta regía los destinos de esa pequeña nación centroamericana.
Selser, un historiador y escritor en potencia, supo que en Sandino había encontrado al personaje de carne y hueso que tanto había idealizado en su adolescencia, cuando sus ojos se tragaban las novelas de los franceses Émile Zola y Víctor Hugo. Probablemente, encontró en Sandino la misma sed de justicia que tenía Jean Val Jan, el protagonista de la célebre novela Los Miserables de Víctor Hugo. Sandino era ese David hambriento que estaba enfrentándose a Goliat por amor a su pueblo.
Así que no dudó en doblar la página del proyecto “Guatemala”, continuarlo más (en 1961 publicaría El Guatemalazo) y se concentró en hurgar, leer y leer sin tregua, y escribir y escribir como un insomne la historia de Sandino, desde Buenos Aires.

“Sandino, general de hombres libres”, el primer libro de Selser sobre Sandino estuvo listo en 1955, el año en que Perón fue derrocado. Costó mucho imprimirlo, reconoce la esposa de Selser, Marta Ventura, una pintora que en esa época daba clases de dibujo. Marta recuerda que el sindicato de obreros, al que su esposo pertenecía, aportó a la publicación. Los mil ejemplares salieron a la calle “justo justo cuando cae Perón”, dice Marta Ventura, la viuda de Selser, una mujer de cabeza blanca y ojos celestes, que desde hace dos años vive en Managua, con su hija menor Gabriela Selser, también periodista como el padre.
Ventura recuerda que los argentinos estaban ávidos de lecturas políticas ajenas a ese pensamiento único que promovía Perón, por eso el libro que hablaba del héroe antiimperialista que desafiaba a los marines estadounidenses, voló. Los recuerdos de Ventura sobre su esposo fluyen en la pequeña sala de estar del apartamento que está a un lado de la casa de su hija Gabriela, la única de las tres que vive en Nicaragua y que llegó al país en 1980 idealizando a la revolución sandinista.
Las otras dos, Irene y Claudia, viven en México y Argentina, respectivamente.
La esposa del biógrafo dice que un ejemplar del libro llegó a las manos de Germán Gaitán, el hijo del coronel Gaitán al que Somoza había designado como embajador en la capital argentina. Gaitán fue el artífice de un gesto invaluable para la causa sandinista que se desataría en los sesenta en Nicaragua. Gaitán no sólo devoró el relato de Selser, sino que lo introdujo al país en una valija diplomática, y a sabiendas del peligro que corría lo reprodujo y repartió las copias entre el germen antisomocista que había en el país. El sacrilegio, que no tardó en ser descubierto, le costó seis meses de cárcel a Gaitán.
El historiador Aldo Díaz Lacayo, uno de los pocos nicaragüenses que alcanzó a tener el libro de Selser porque un amigo hondureño que había viajado a Buenos Aires se lo llevó de regalo, dice que el libro fue una especie de revelación para los nacionales sobre un héroe que era tabú en Nicaragua antes de 1979.
“El fue (el libro de Selser) la fuente de todos los cuadros sandinistas, empezando por Carlos Fonseca Amador”, afirma Díaz Lacayo, propietario de la librería Rigoberto López Pérez, donde se encuentran algunos títulos de Selser.
Gabriela Selser, la hija menor de Selser que trabaja en Nicaragua para la agencia de noticias alemana DPC, oyó hablar del héroe a los ocho o nueve años. Recuerda que para ella, Sandino era “un guerrero muy importante, algo así como El Zorro de las series de televisión”.
En Nicaragua, de Sandino se oía hablar sí se citaba el libro de Somoza, “El calvario de Las Segovias”, que ofrece una imagen denigrante del guerrillero, y que también es citado por Selser, pero interpretado al revés en la reconstrucción que él hace de su gesta.
Selser jamás creyó que hubiera escrito un libro definitivo sobre el guerrillero nicaragüense. Por eso siguió leyendo, tomando notas, recibiendo nuevos documentos, hasta que volvió a reescribir el “Sandino, general de hombres libres”, cuatro años después. En esa pausa escribió también “El pequeño ejército loco” de Sandino, bautizado así por la chilena Gabriela Mistral, premio nobel de literatura.
Después de todo, Selser era un adicto al dato, a la palabra, a referirse a los hechos tal y como sucedieron. Por esa actitud enfermiza de recopilar datos y acumular papeles, Marta, le decía a su esposo que parecía “una aspiradora”. Pero era esa manía incurable, de leer y escribir que practicaba todos los días, desde que amanecía hasta que anochecía, lo que le permitía a Gregorio contar “la historia de la historia”, según Marta Ventura.

Selser había sido un niño solitario. Fue el tercero - y el último- de los tres hijos que le nacieron al matrimonio compuesto por Regina, una ucraniana y Manuel, un judío alemán, que escaparon de la persecución judía que desató la primera guerra mundial en Europa. La mamá falleció cuando Gregorio era un bebé de seis meses. El padre decidió encargar los hijos mayores, de siete y cinco años, a una hermana, pero al más pequeño de los tres, lo dejó en un orfanato de niños judíos, donde le enseñaron a rezar en un idioma que no comprendía y, por lo mismo, detestaba. “A mí me daba rabia que me hacían rezar en hebreo sin que yo entendiera lo que estaba rezando, yo todavía...sigo sin saber qué digo”, confesó Selser en 1989, en una entrevista que concedió a su hija Claudia, la mayor de las tres, quien en la actualidad es periodista del diario Clarín de Argentina.
En esa entrevista, Gregorio, que hablaba muy poco de su infancia triste, confió que su hermano mayor, Isaac, le dejaba “centavitos” cada vez que iba a verlo al orfanato. Juntó tantos que al fin se logró comprar un diccionario que fue la primera gran revolución de su vida. Con un Larousse de bolsillo, Gregorio pudo saber las definiciones de todas las palabras que encontraba a su paso. “Lo que ocurría era que papel que yo “pescaba, así fuera de fútbol, lo devoraba. Encontraba papeles en la calle y los leía con avidez, y cuando no sabía el significado, buscaba las palabras en el diccionario”.
Las palabras se le “pegaban” en la mente. “Nunca me propuse conocer el significado de las palabras para brillar y asombrar al prójimo, sino que simplemente, era tal mi avidez que leía y leía” confesó Selser a su hija, en la entrevista “Me hubiera gustado ser poeta o director de orquesta”, que se publicó en el Gallo Ilustrado, un semanario de El Día, de México.
Y las palabras continuaron dándole abrigo. Marta Ventura, dice que a los 10 años halló el refugio que buscaba en la literatura. En esa etapa, leyó a los clásicos franceses, pero también a los rusos y alemanes. De sus lecturas absorbió valores como la libertad, el respeto a la vida y un profundo humanismo que en la realidad latinoamericana, de mediados de siglo, fueron esculpiendo a un hombre antiimperialista, anticolonialista y férreo defensor de los derechos humanos. Ventura dice que Selser leyó a los 10 años libros que uno lee a los 20, o a veces nunca, y que “todo eso le creó una conciencia de lucha de clases”. Se convirtió entonces en una especie de “monstruito”, dijo él mismo, porque era un muchacho de voz aflautaba que usaba el lenguaje de un adulto
Por dedicarse a leer, Selser rehusó estudiar la secundaria inmediatamente. Les dijo a sus hermanos que perdía mucho tiempo en la escuela, y que él necesitaba leer. A los 18 años, entró a un colegio nocturno y sacó el bachillerato acelerado.
Paralelo a los libros, Selser comenzó a merodear el portón del partido socialista de Argentina. En esas incursiones conoció a Alfredo Palacios, el que según Marta, fue el padre político que le enseñó a interesarse por los procesos políticos que ocurrían en otras latitudes.
Después de escribir medio centenar de libros, y de publicar análisis en los diarios más importantes de América Latina, siempre con estricto apego a los hechos y a los datos, y de dictar cátedras en muchos países, era fácil, casi natural que al saludarlo le dijeran doctor o licenciado como deferencia a un hombre que sabía tanto. Selser, con una sencillez demoledora, les decía “no soy doctor, ni licenciado”. Gregorio Selser sólo cursó un año de sociología en la universidad. Una sanción de la policía peronista, le impidió ocupar un pupitre en la Alma Mater.

Unos meses después del triunfo de la revolución sandinista, Gregorio Selser aterrizó en la tierra de Sandino. En esa primera visita, viajó al archipiélago de Solentiname, el refugio del poeta Ernesto Cardenal, situado en el lago de Nicaragua, un sitio por el que desfiló la intelectualidad latinoamericana de los años setenta y ochenta.
También fue a la casa de su héroe en Niquinohomo. Quizás fue en ese viaje o en otro de los muchos que hizo en los ochenta, que Gregorio se fotografió al lado de la tumba de Benjamín Zeledón, el inspirador de Augusto C. Sandino, personaje que también se quedó alojado en su memoria de elefante. Muchas horas de lectura y escritura dedicó a la obra de Zeledón que se publicó póstumamente.
Cuando Selser vino a Nicaragua, por primera vez, llevaba años de exilio en México, con su esposa e hijas. Jorge Videla, el último dictador militar que hubo en Argentina en los setenta ochenta, y la amenaza de la triple AAA (Alianza Anticomunista Argentina), una organización paramilitar que persiguió y desapareció a miles de argentinos, los expulsó del país en 1976.
No fue difícil para los Selser-Ventura fijar residencia en el Distrito Federal, DF, la capital mexicana, una ciudad cosmopolita, que acogió a centenares de intelectuales exiliados del Cono Sur. Además de su familia, Gregorio tenía lo que necesitaba para ser feliz: acceso a media docena de periódicos, agencias noticiosas y bibliotecas. Había rechazado la oferta de irse para La Habana, Cuba, previendo la escasez y el control informativo.
En el DF, Gregorio Selser continuó con su trabajo de artesano emprendida en el archivo de La Prensa, en Buenos Aires: leía, escribía, copiaba y guardaba recortes de periódicos. El comedor de la casa siempre fue el escritorio donde Selser se sentía más cerca de lo que amaba: su familia y las palabras que leía. Ventura dice que gracias a esta costumbre, desde pequeñas, las hijas aprendieron a sentarse en la punta de las sillas porque siempre estaban inundadas de papeles.
Después de su muerte, Marta Ventura dedicó 16 años de su vida a organizar las 150 cajas de cartón que contenían los tres millones de recortes de periódicos que contienen la historia reciente del continente. Roberto Sánchez, que visitó al matrimonio en los años ochenta en México cuando era vocero del Ejército Popular Sandinista (EPS) recuerda que Selser no era nadie sin su esposa “porque ella era la que sabía dónde estaba cada cosa”.
Además de Nicaragua, a Selser le interesaron otros países como Honduras, Bolivia y Panamá, este último donde ha habido más injerencia estadounidense. Para hablar de esos países y en general de la realidad latinoamericana, lo invitaban como catedrático a las universidades y lo llamaban como analista de periódicos, locales y extranjeros. En sus mejores tiempos fue profesor permanente en varias universidades y llegó a escribir seis artículos por semana para algunos diarios mexicanos. Marta Ventura recuerda que siempre le pedían tres cuartillas, pero él eliminaba los márgenes y en tres páginas acomodaba las palabras que caben en cinco.
La muerte avisada, a través de un cáncer de próstata, le permitió a Selser tomar previsiones. Dejó listo algunos libros, preparó sus últimos artículos y reiteró a su esposa Marta el sueño de poner su vasto archivo a disposición de todos.
El día antes que saltara desde su apartamento, en el cuarto piso del edificio, y renunciara a vivir con un dolor que lo deterioraría lentamente frente a sus seres queridos, Selser escribió cuatro cartas. Una de ellas iba dirigida a sus hijas y su mujer, que dormía en la madrugada mientras él lanzaba al vacío, otra a la policía, al diario con el que colaboraba y a un amigo cercano.
“Quiero dejar constancia por escrito de mi gratitud a México, que me brindó sin condiciones techo, trabajo y tribuna (las tres T de las que hablaba Genaro Carnera Checa). Los casi 15 años que viví aquí fueron quizás los más felices y productivos como periodista y profesor universitario. A cambio, siempre fui respetuoso de las leyes de México, a cuyo pueblo amé y al que deseé servir con mis trabajos. Me voy con la conciencia cabal de haber cumplido con el país y con su pueblo”.
En la carta que dejó a su esposa e hijas, les pide perdón y que entiendan su determinación, y finalmente, les solicita que cuiden a Marta.
Más de un millón de recortes del prolífico archivo de Selser han sido digitalizados ya por Universidad Nacional Autónoma de la Ciudad de México, UNACM. Cualquier día estarán colgados en la pista virtual de internet a disposición de todos como lo quería Selser. Desde ahí, tal vez podrá seguir las pistas de su abuelo Claudia Lucía, de nueve años, hija de Gabriela, quien dice estar “muy orgullosa” de él “porque escribió un libro muy importante sobre Sandino”. Ella, sabe además, que su abuelo comía chocolates a escondidas de la abuela y que “le gustaba mucho leer y escribir en una máquina de escribir viejita que tiene guardada mi tía Irene”.
En el apartamento de Irene, su segunda hija que es periodista y vive en México, también están guardadas en urna las cenizas de Gregorio.
Marta ventura dice que tal vez le hubiera gustado que sus cenizas se esparcieran sobre la tumba de Sandino, pero esa tumba no se sabe dónde está.
Ahora que uno y otro han desaparecido, que no hay más barreras entre ellos, bien podría colocarse sobre la urna de Selser aquel fragmento del manifiesto político de Sandino que debe estar en alguna de las miles de fichas que hizo y que explica la rebeldía de los dos a los mausoleos: “El hombre que de su patria no (ni siquiera) exige un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído”.

domingo, 21 de junio de 2009

Hormigas caseras

Oigo que caminan de madrugada. Siento que se mueven a la hora en que la luz amarilla de la calle, esa artificial que quiere parecerse a la luna llena, todavía es la única que se cuela por las persianas del cuarto donde estoy. Un timbrazo basta para que la mayor de ellas salte de la cama. Con los años, más de sesenta, su sueño se ha vuelto tan ligero como los pies del ladrón que se tira desde un bus en marcha en cualquier calle de Managua. A veces me parece que no duerme, que sólo se acuesta, cierra los ojos y cuenta los minutos hasta que le dan las cuatro y media de la madrugada. Dice que se ha levantado a esa hora toda su vida. Que cogió la costumbre a los siete años, cuando trabajaba en las haciendas de algodón de Chinandega, en las mismas donde ahora se siembra otro monocultivo: maní. En aquella tierra hirviente aprendió a bañarse todavía de noche. Se mete al baño y desde allí empieza a llamar a las otras hormigas. Unas veces dóciles, otras con refunfuños de por medio, atienden, con obediencia al fin, su convocatoria. No parece, pero tienen mucho que hacer a esa hora: desde preparar el desayuno hasta ir a caminar a la rotonda de La Virgen por espacio de una hora. Pueden ser 10 ó 15 vueltas, alrededor del bulto religioso, eso dependerá de la extensión de los chismes que le suelten los otros caminantes. Mientras, al interior, las otras hormigas plancha algún trapo de última hora, o lavan otro para aprovechar el sol infernal que a través de rayitos tímidos empieza a calentar desde las seis de la mañana. Aprovechan, y revisan planes de clases, tareas, adelantan almuerzo y si es posible hasta cena. O simplemente limpian el piso, con la intención de ahorrarse un oficio vespertino, que al final, volverán a repetir, porque no resisten caminar por el pis polvoso. Por la tarde, la sala, las habitaciones, son los espacios domésticos desde los que trabajan para la vida pública que cada una ha construido: dos son maestras, otra preside la junta de vigilancia de la colonia donde viven; hay otra que es estudiante y otra que se desempeña en la empresa que cada día cobra más cara la electricidad. En la noche caminan más que en la madrugada. Con pasos más firmes. Con un ritmo incesante. Como verdaderas obreras, su trajín se extiende los siete días continuos. La que no va a la universidad el sábado o domingo, se queda en el interior vaciando y llenando roperos, pasando trapos por muñecos de vidrios de risas congeladas, cocinando, dejando y trayendo recibos, arreglando, planchando, lavando...No sé cómo lo hacen. Tampoco sé por qué lo hacen, por qué corren todo el día, porque no paran a ninguna hora. A veces siento vergüenza de actuar como una babosa, lenta, pesada, que sólo las ve pasar a su alrededor. A veces me da rabia porque no comprendo tanto afán. Pero la mayoría de las veces callada las miro. Las siento. Las dejo que se suban, que me caminen y que la rutina interminable se repita cada madrugada debajo de esa falsa luz de luna.

domingo, 14 de junio de 2009

la bota sobre el buzo

Un buzo miskito en el suelo, dominado por la bota de un policía, más justamente, por la de un antimotín, uno de esos remedos de robocop que la Policía Nacional exhibe para sus momentos estelares. Casi siempre, en los últimos tiempos, para moler a palos a gente que, sin exagerar, podríamos llamar inocentes. Gente que intente defenderse de las injusticias corriendo en chinelas con lo que tiene a mano: con gritos, piedras y machetes. Gente pobre, desesperada como los buzos que se rehúsan a que les paguen un dólar y medio por libra de langosta que ellos sacan del mar a riesgo de morir debajo de las aguas turquesas a causa de una embolia cerebral –o parapléjicos, en otro cuadro de la desgracia silenciosa del Caribe - y que su única forma de llamar la atención es contribuyendo al desorden y al caos, en un lugar, Bilwi, que ya vive en desorden y caos, dentro de un país que antepone la palabra resignación por otra que nunca ha conocido: estabilidad. La revuelta de los buzos ocurre desde el martes, en este país que nadie entiende, donde desgobierna un hombre que celebra, con pataletas, el retiro de la ayuda del “imperio” y se arrodilla ante un emperador naciente. Leo que los buzos miskitos, y hay que repetirlo porque el noventa por ciento son de ellos son de esa etnia, retuvieron por unas horas al alcalde de Bilwi, y que los moravos, los mismos que en el siglo pasado hicieron olvidar su lengua a los ramas en el Caribe sur, llegaron a rescatarlo. ¡Qué oportunos los moravos! Siempre del lado del poder. En los años que llevo yendo a la costa, nunca he escuchado que hagan algo por los más de 700 buzos que están tirados en sillas de ruedas en sus ranchos de tambo, con la mitad del cuerpo inservible. Sólo espero que no cese este reclamo, que tampoco alcanzan a imaginar – y lo mejor ni les importe- los que pagan más de 20 dólares por un plato de langosta extraída desde las costas de Bilwi, donde el viernes pasado, un policía plantó su bota cobarde sobre la humanidad del hombre que se juega el único bien que tiene, la vida, por sacar este manjar del mar.

jueves, 11 de junio de 2009

Carta desde Bilwi*

(Publicado en contravía)

Ahorita vengo del muelle. Es la última imagen del día. Varios
periodistas de aquí me dijeron que no fuera. Que no me asomara
al muelle. Que me podían agredir esos buzos, pero puesta en el lugar
no pasa nada de eso, como lo esperaba. Es es lo más terrible, que las
personas tengamos miedo de otras personas, solamente porque son
pobres, porque no hablan tu idioma, en fin, porque te parece que son
menos que vos. Porque para muchos vale más un animal que un ser
humano. En el muelle veo a esos hombres, muchachos casi todos. Algunos
fuman marihuana antes de subirse a esos cajones flotantes, que
mal-llaman barcos aquí, que en el peor de los casos puede servirles de
ataúd. Hablé con algunos de ellos. Medio me entendían lo que les
preguntaba y yo medio les entendía lo que me respondían. Pero la
verdad, es que los periodistas somos unos necios, unos imbéciles, que
estamos tratando de entender lo que está a la vista. Como si eso no
fuera suficiente. En la entrada del muelle se quedan las mujeres.
Algunas van a dejar a sus hombres, porque ahí mismo el "sacabuzos",
que en realidad es un "cazabuzos" les da un adelanto por la faena
marina de 11 días a la que van esos hombres. Ellos, como unos
guerreros, entran con su equipo en la mano: una varilla metálica con
una punta afilada. Igual a las varillas que se usan en construcción
para la estructura de los edificios. Y el otro instrumento, es un
canalete de madera, su remo, que parece una cuchara gigante. Son
muchachos. Todos flacos, pero con manos grandes, gruesas, callosas por
la sal. Algunos ríen y hablan todo el tiempo en ese idioma en el que
abundan la W y la K, en el miskito todo suena a krukira a kupia kumi
(que significa a un sólo corazón). Entran a los barcos como
equilibristas, caminan un par de metros sobre un mecate grueso, con la
misma facilidad que lo hace una lora sobre un alambre. A pesar del
vaivén del barco, el mojón al que está amarrado es muy fuerte. Soplan
vientos del noroeste. Por momentos los cuerpos flacos de esos buzos
ondean como banderas. El barco, Edgar Antonio se mueve al norte. Son
las siete de la noche, y 22 almas están a punto a tirarse al mar. Esto
no es nada. En realidad no te estoy describiendo nada de lo que veo.
Porque no te estoy explicando, quienes son estos hombres y como son
vistos en este país de mierda, en el que gente mestiza como yo, con
mil mezclas en la sangre, se cree rubia. Hoy un par de miskitos en la
calle, me dijeron adiós chelita, y el chelita equivale a rubia. Y te
aseguro que mi color es igual al de ellos, pero ellos saben que no soy
de aquí, que no entiendo su idioma. Entonces es igual a que sea una
marciana. Es una historia muy triste esta. Y lo peor, lo peor, es que
creo que ellos no son muy conscientes de cuán desgraciados son. Los
600 dólares y hasta los mil dólares de alcohol y marihuana, que se
meten durante y después de cada viaje, no les permite ver cuán oscuro
es este barril sin fondo en el que viven, o, a lo mejor sí, por eso
siguen bebiendo.

*Carta que escribí a un amigo en enero del 2007.

jueves, 4 de junio de 2009

El fantasma de Pedro Navaja

Me roban. Me patean. En cualquier segundo me ensartan un puñal con nervios y allí quedo. Eso sí, como soy inútilmente valiente, antes que el filo me rompa la carne, forcejeo. Jalo, aprieto lo que llevo con estos dedos que sudan de miedo. Y pensar que para estos mi botín es este puto celular. Quiero aclararles, que ni mío es, pero se van a reír. Otras veces, no ando ni eso. Ni un peso. ¿Porque qué más puedo cargar yo que ando a pie? Yo, que espero poder llamar antes y avisar que me están reventando la vida y que no voy a poder a llegar sana y salva como quisiera. Qué lógica más idiota, si antes de que pueda avisar me habrán arrancado todo con lágrimas y sudor. Muchas veces ha ocurrido a la vista de otros, pero nadie, o casi nadie, se arriesga por mí. Sí ocurre en el bus, miran hacia la ventana mientras aprietan los dientes con impotencia. Y piensa que por qué fue tan pendeja y se quedó al lado de ellos, que son una banda y el chofer es su cómplice. Si ocurre en la calle, la salida es más fácil: cruzarse y agradecer, con una mirada hacia arriba, porque no les tocó. Respiran con alivio. “Cada uno es dueño de su miedo”. Ja, se me viene la gran frase para entender por qué nadie salió en mi defensa, y porque son testigos los cobardes. Quien la manda a tentar la necesidad. Cuántas veces he dicho esto, cuántas veces lo he pensado. Ya son más que dedos de mis manos los que han derramado su jugo rojo en la acera. Tinta roja que se secó como laca cuando le pegó el sol. Tinta roja que al final podría ser de perro, gato, rata, o de cualquier otro animal urbano. Tal vez esa tinta roja se chorreó cuando pasaban por ahí los policías motorizados. Esos que van como caballos cocheros abriendo vía para que pase el Mercedes Benz del hijo del presidente o la Nissan Patrol del diputado que va ligero donde la querida del momento. Son tan profesionales que su sirena no dejó oír mi grito partido de miedo, y las luces intermitentes no dejaron distinguir que ese cuerpo a cuerpo en realidad no era el de una pareja amasándose en la vía pública, sino la exhibición en varios cuadros de un asalto. Claro como no lo denuncio, porque no quiero volver a vivir ese miedo, no existo. Eso nunca ocurrió. Ah, es cierto, esta es la ciudad más segura de Centroamérica. Pero yo vivo en esta y no en las otras. Es en esta donde me arrebatan y me estrujan. De todas formas, le voy a pasar el dato al próximo Pedro Navaja -sin diente de oro- que me salga, a lo mejor me perdona.

miércoles, 3 de junio de 2009

Lo indoloro

El tumor crece y crece, pero no le duele. Mientras no le duela no hará nada para extirparlo. Lo soportará. Lo aguantará, hasta donde se pueda. Muchos años, seguramente. Ya casi van tres, pueden ser ocho más. A veces estorba, pesa porque es pesado, molesta su presencia, saber que está metido en alguna parte del cuerpo, desarrollándose, engordándose con su indiferencia. Cuando eso pasa sólo se voltea, le da el culo. Simplemente lo ignora. Se sigue haciendo la loca. Es lo que ha hecho todo este tiempo. Es lo que hizo con otra bola inexplicable que cargó 40 años. Ha seguido en su propia burbuja, mirándose en ese único pedazo de la cara que tiene maquillada, ese pedazo de color suave que se diluye con el primer aguacero, pero que casi siempre, a pesar del bochorno que le saca ronchas por otros lados, le hace olvidar el mierdero en el que vive. Le da unas falsas alas de plomo con las que nunca despega. Total, está acostumbrada a buscar al médico, al curandero sólo cuando se siente en las últimas. Cuando se mira que tiene una pata al otro lado. Cuando mira a la pelona en el espejo. Resistir ha sido su acto más valiente. Sos heroica, le dicen. Desde niña aprendió a no quejarse. Desde niña le inculcaron que había que ser mansa, que sí soportaba callada, que sí bajaba la cabeza ante cualquier dolor, se iba a ir derechito al cielo, a ese cielo que todavía suelta unos atardeceres de colores increíbles gracias a la polución. Habrá que esperar qué hace cuando el tumor le pese más que su hambre rezagada. En el fondo no le preocupa la metástasis. La tecnología que le llega de reventa le ha demostrado que en otros cuerpos la sobrellevan, que es mentira que se acabe todo después de ese estallido de dolor continuo y simultáneo. Lo que le aflige es el caos y el desorden que se arma. Lo que le angustia, muy en fondo, es que ese bombardeo de dolor le empañe el pedazo de la cara que tiene maquillada. Aunque también sabe que en ese caso, ese parte suya será la punta su iceberg, la última que se hundirá, como suele pasar.

lunes, 1 de junio de 2009

La mochila rosada

(Publicado en Contravía 16-02-2009)

Desde que la vio colgada, en el tramo de calaches usados, se ilusionó
con ella. Era rosada. Tenía los agarradores que le iban a dejar las
manos sueltas y los brazos libres. Sí la conseguía, por fin iba a
dejar de prensar esa bolsa debajo del brazo que se le escurría del
sobaco como un pescado vivo cuando sudaba. Esa bolsa transparente
desde la que se veían opacas sus miserias escolares: unos cuantos
cuadernos cosidos con tape, y unos cabos de grafito eternos, en medio
de los que nadaba un tuco de borrador que manchaba las hojas más que
borrar. Una bolsa que a cada rato cambiaba porque se le rompía. Una
bolsa plástica por la que se metían como gusanos las gotas de agua
cada vez que al cielo se desparramaba sobre Managua. Tenía que
deshacerse de las bolsas. A como fuera, la mochila rosada tenía que
ser suya. Pensaba como niño, pero vivía él como hombre: trabajando
después o antes de clases. Cargaba lo que le dieran en el mismo
mercado donde permanecía colgado el objeto de su deseo. Decidió hacer
de tripas corazón y guardar los pesos necesarios para comprarse la
mochila. Fueron semanas, tal vez meses, ahora no lo recuerda bien, los
que pasó juntando los riales. A veces se resbalaba por el tramos con
el corazón en la boca, creyendo que no la iba a encontrar. Pero
siempre estaba. La vendedora le había dicho que lo esperaría y honró
su palabra, hasta que al fin él llegó con los miles de córdobas de
entonces y le bajaron el bulto rosa. Una vez en sus manos descubrió
que estaba más bacanaleada de lo que se veía. Uno de los agarres no
servía. Lo reparó, disimuló el defecto lo mejor que pudo y se la
enganchó feliz. Después tendría otros bultos, pero la mochila rosada
fue la más apreciada de su vida.
“Ni el color me importaba”, recuerda Chaguito, el protagonista de esta
historia real. Chaguito es chofer del periódico donde trabajo. Gana el
sueldo mínimo más horas extras: us jornadas son casi siempre de 12 ó
16 horas, casi siempre. Así ha comprado el carro viejo que maneja, el
terreno y la casa en la vive con su esposa y su hija Pamela, de nueve
años, y en donde cada día libra una nueva batalla. Ya metió el agua,
la luz. Son victorias mínimas que ladra la perra que corre por su
patio, a la que él mismo despulga.
Chaguito no es un hombre nostálgico. El sólo recordó el episodio de la
mochila rosada el día que le regaló a una pareja de niños de su
vecindario mochilas y uniformes nuevos. Se vio en ellos.”Yo sé lo que
es eso”, me dijo con unos ojos líquidos, una boca sonriente y con las
manos en el volante. Y no dudo que lo sabe.