Gregorio Selser, el hombre que le dio estatura de héroe continental a Augusto C. Sandino cuando en el país le decían bandolero, vivió para contar la historia contemporánea de América Latina. Hace 18 años un cáncer lo llevó al suicidio en Ciudad de México, pero su prolífica obra que abarca medio centenar de libros, decenas de artículos periodísticos y tres millones de recortes de periódicos, es manantial inagotable de consulta de nuevas generaciones.
(Publicado en Magazine revista de La Prensa, 17-05-2009)
Detrás de unos lentes gruesos de miope, los ojos pequeños de un hombre bajito y regordete se concentraban en las páginas sepias de periódicos de los años veinte que estaban conservados en los anaqueles del archivo de La Prensa, el derechista diario de Argentina para el cual trabajaba, en el año de 1954. Buscaba noticias viejas de un país que no conocía, y que está a varios miles de kilómetros del suyo, hacia el norte. Como un niño que hace manualidades cortaba las fichas con cuchillas de afeitar, las llenaba con fechas, nombres de personajes, lugares, hechos, información toda que organizaba paralelamente en su memoria. Gregorio Selser, 32 años, casado, de oficio periodista y residente en Buenos Aires, se metía al archivo del periódico hacia la medianoche, después que había cumplido con su tarea informativa en la sección de Transporte y Comunicaciones. Podría decirse que su trabajo era sencillo. Nunca escribía de política en un país que desde 1946 está viviendo cambios con el primer gobierno, autoritario y populista, del militar Juan Domingo Perón y su histriónica esposa, la ex actriz, Eva Perón, la famosa “Evita”.
De ese empleo que consiguió después de haber sido el secretario privado de Alfredo Palacios, el primer diputado socialista de Argentina y de América Latina, que cayó en desgracia en la era de Perón, a Selser le interesaban dos cosas: el sueldo que cobraba al final de mes, que le permitía mantener su casa, y el tiempo que le quedada para leer e investigar sobre Guatemala, el país centroamericano que desde 1944 estaba en ebullición gracias a la revolución que encabezaron Jacobo Arbenz y Juan José Arévalo. Selser quería entender cómo este pequeño país rompió ese sino inevitable de “república bananera”, en el que Estados Unidos (EE. UU.) gobernaba a control remoto a través de la United Fruit Company (FCO) y con el apoyo de los dictadores de turno que poblaban el vecindario.
Selser sabía que en Nicaragua, el general Anastasio Somoza García, el primero de la dinastía somocista, que fue ajusticiado en 1956, gobernaba como su finca; también, que en República Dominicana se afianzaba cada día el militar Leonidas Trujillo, quien decía que “Dios en el cielo” y él, “el jefe”, en la tierra; o que en las narices de EE. UU. en Cuba, había asumido, en 1952, el golpista, Fulgencio Batista, apodado “el hombre”, quien años más tarde sería arrollado por una intempestiva revolución tropical a cargo de un puñado de barbudos.
Con unas tazas de café para espabilarse en el archivo del diario, donde a veces se quedaba hasta las dos, Selser leía las crónicas de los años veinte y los treinta. Hablaban de la “gran depresión” estadounidense --una crisis tan brava como la de ahora--, la prohibición del alcohol, pero también robaba espacio en las primeras páginas un nombre del que Selser no volvería a zafarse en la vida: Augusto C. Sandino. Los reportes decían que era un campesino nicaragüense, un muchacho de un pueblo llamado Niquinohomo, un hombre antiimperialista que con un ejército de 30 hombres, incluyéndose, se rebelaba contra el ejército del país más poderoso del continente. Según las crónicas que Selser encontró, Sandino fue traicionado y asesinado en 1934, por el entonces aprendiz de dictador, Anastasio Somoza, quien en los años cincuenta regía los destinos de esa pequeña nación centroamericana.
Selser, un historiador y escritor en potencia, supo que en Sandino había encontrado al personaje de carne y hueso que tanto había idealizado en su adolescencia, cuando sus ojos se tragaban las novelas de los franceses Émile Zola y Víctor Hugo. Probablemente, encontró en Sandino la misma sed de justicia que tenía Jean Val Jan, el protagonista de la célebre novela Los Miserables de Víctor Hugo. Sandino era ese David hambriento que estaba enfrentándose a Goliat por amor a su pueblo.
Así que no dudó en doblar la página del proyecto “Guatemala”, continuarlo más (en 1961 publicaría El Guatemalazo) y se concentró en hurgar, leer y leer sin tregua, y escribir y escribir como un insomne la historia de Sandino, desde Buenos Aires.
“Sandino, general de hombres libres”, el primer libro de Selser sobre Sandino estuvo listo en 1955, el año en que Perón fue derrocado. Costó mucho imprimirlo, reconoce la esposa de Selser, Marta Ventura, una pintora que en esa época daba clases de dibujo. Marta recuerda que el sindicato de obreros, al que su esposo pertenecía, aportó a la publicación. Los mil ejemplares salieron a la calle “justo justo cuando cae Perón”, dice Marta Ventura, la viuda de Selser, una mujer de cabeza blanca y ojos celestes, que desde hace dos años vive en Managua, con su hija menor Gabriela Selser, también periodista como el padre.
Ventura recuerda que los argentinos estaban ávidos de lecturas políticas ajenas a ese pensamiento único que promovía Perón, por eso el libro que hablaba del héroe antiimperialista que desafiaba a los marines estadounidenses, voló. Los recuerdos de Ventura sobre su esposo fluyen en la pequeña sala de estar del apartamento que está a un lado de la casa de su hija Gabriela, la única de las tres que vive en Nicaragua y que llegó al país en 1980 idealizando a la revolución sandinista.
Las otras dos, Irene y Claudia, viven en México y Argentina, respectivamente.
La esposa del biógrafo dice que un ejemplar del libro llegó a las manos de Germán Gaitán, el hijo del coronel Gaitán al que Somoza había designado como embajador en la capital argentina. Gaitán fue el artífice de un gesto invaluable para la causa sandinista que se desataría en los sesenta en Nicaragua. Gaitán no sólo devoró el relato de Selser, sino que lo introdujo al país en una valija diplomática, y a sabiendas del peligro que corría lo reprodujo y repartió las copias entre el germen antisomocista que había en el país. El sacrilegio, que no tardó en ser descubierto, le costó seis meses de cárcel a Gaitán.
El historiador Aldo Díaz Lacayo, uno de los pocos nicaragüenses que alcanzó a tener el libro de Selser porque un amigo hondureño que había viajado a Buenos Aires se lo llevó de regalo, dice que el libro fue una especie de revelación para los nacionales sobre un héroe que era tabú en Nicaragua antes de 1979.
“El fue (el libro de Selser) la fuente de todos los cuadros sandinistas, empezando por Carlos Fonseca Amador”, afirma Díaz Lacayo, propietario de la librería Rigoberto López Pérez, donde se encuentran algunos títulos de Selser.
Gabriela Selser, la hija menor de Selser que trabaja en Nicaragua para la agencia de noticias alemana DPC, oyó hablar del héroe a los ocho o nueve años. Recuerda que para ella, Sandino era “un guerrero muy importante, algo así como El Zorro de las series de televisión”.
En Nicaragua, de Sandino se oía hablar sí se citaba el libro de Somoza, “El calvario de Las Segovias”, que ofrece una imagen denigrante del guerrillero, y que también es citado por Selser, pero interpretado al revés en la reconstrucción que él hace de su gesta.
Selser jamás creyó que hubiera escrito un libro definitivo sobre el guerrillero nicaragüense. Por eso siguió leyendo, tomando notas, recibiendo nuevos documentos, hasta que volvió a reescribir el “Sandino, general de hombres libres”, cuatro años después. En esa pausa escribió también “El pequeño ejército loco” de Sandino, bautizado así por la chilena Gabriela Mistral, premio nobel de literatura.
Después de todo, Selser era un adicto al dato, a la palabra, a referirse a los hechos tal y como sucedieron. Por esa actitud enfermiza de recopilar datos y acumular papeles, Marta, le decía a su esposo que parecía “una aspiradora”. Pero era esa manía incurable, de leer y escribir que practicaba todos los días, desde que amanecía hasta que anochecía, lo que le permitía a Gregorio contar “la historia de la historia”, según Marta Ventura.
Selser había sido un niño solitario. Fue el tercero - y el último- de los tres hijos que le nacieron al matrimonio compuesto por Regina, una ucraniana y Manuel, un judío alemán, que escaparon de la persecución judía que desató la primera guerra mundial en Europa. La mamá falleció cuando Gregorio era un bebé de seis meses. El padre decidió encargar los hijos mayores, de siete y cinco años, a una hermana, pero al más pequeño de los tres, lo dejó en un orfanato de niños judíos, donde le enseñaron a rezar en un idioma que no comprendía y, por lo mismo, detestaba. “A mí me daba rabia que me hacían rezar en hebreo sin que yo entendiera lo que estaba rezando, yo todavía...sigo sin saber qué digo”, confesó Selser en 1989, en una entrevista que concedió a su hija Claudia, la mayor de las tres, quien en la actualidad es periodista del diario Clarín de Argentina.
En esa entrevista, Gregorio, que hablaba muy poco de su infancia triste, confió que su hermano mayor, Isaac, le dejaba “centavitos” cada vez que iba a verlo al orfanato. Juntó tantos que al fin se logró comprar un diccionario que fue la primera gran revolución de su vida. Con un Larousse de bolsillo, Gregorio pudo saber las definiciones de todas las palabras que encontraba a su paso. “Lo que ocurría era que papel que yo “pescaba, así fuera de fútbol, lo devoraba. Encontraba papeles en la calle y los leía con avidez, y cuando no sabía el significado, buscaba las palabras en el diccionario”.
Las palabras se le “pegaban” en la mente. “Nunca me propuse conocer el significado de las palabras para brillar y asombrar al prójimo, sino que simplemente, era tal mi avidez que leía y leía” confesó Selser a su hija, en la entrevista “Me hubiera gustado ser poeta o director de orquesta”, que se publicó en el Gallo Ilustrado, un semanario de El Día, de México.
Y las palabras continuaron dándole abrigo. Marta Ventura, dice que a los 10 años halló el refugio que buscaba en la literatura. En esa etapa, leyó a los clásicos franceses, pero también a los rusos y alemanes. De sus lecturas absorbió valores como la libertad, el respeto a la vida y un profundo humanismo que en la realidad latinoamericana, de mediados de siglo, fueron esculpiendo a un hombre antiimperialista, anticolonialista y férreo defensor de los derechos humanos. Ventura dice que Selser leyó a los 10 años libros que uno lee a los 20, o a veces nunca, y que “todo eso le creó una conciencia de lucha de clases”. Se convirtió entonces en una especie de “monstruito”, dijo él mismo, porque era un muchacho de voz aflautaba que usaba el lenguaje de un adulto
Por dedicarse a leer, Selser rehusó estudiar la secundaria inmediatamente. Les dijo a sus hermanos que perdía mucho tiempo en la escuela, y que él necesitaba leer. A los 18 años, entró a un colegio nocturno y sacó el bachillerato acelerado.
Paralelo a los libros, Selser comenzó a merodear el portón del partido socialista de Argentina. En esas incursiones conoció a Alfredo Palacios, el que según Marta, fue el padre político que le enseñó a interesarse por los procesos políticos que ocurrían en otras latitudes.
Después de escribir medio centenar de libros, y de publicar análisis en los diarios más importantes de América Latina, siempre con estricto apego a los hechos y a los datos, y de dictar cátedras en muchos países, era fácil, casi natural que al saludarlo le dijeran doctor o licenciado como deferencia a un hombre que sabía tanto. Selser, con una sencillez demoledora, les decía “no soy doctor, ni licenciado”. Gregorio Selser sólo cursó un año de sociología en la universidad. Una sanción de la policía peronista, le impidió ocupar un pupitre en la Alma Mater.
Unos meses después del triunfo de la revolución sandinista, Gregorio Selser aterrizó en la tierra de Sandino. En esa primera visita, viajó al archipiélago de Solentiname, el refugio del poeta Ernesto Cardenal, situado en el lago de Nicaragua, un sitio por el que desfiló la intelectualidad latinoamericana de los años setenta y ochenta.
También fue a la casa de su héroe en Niquinohomo. Quizás fue en ese viaje o en otro de los muchos que hizo en los ochenta, que Gregorio se fotografió al lado de la tumba de Benjamín Zeledón, el inspirador de Augusto C. Sandino, personaje que también se quedó alojado en su memoria de elefante. Muchas horas de lectura y escritura dedicó a la obra de Zeledón que se publicó póstumamente.
Cuando Selser vino a Nicaragua, por primera vez, llevaba años de exilio en México, con su esposa e hijas. Jorge Videla, el último dictador militar que hubo en Argentina en los setenta ochenta, y la amenaza de la triple AAA (Alianza Anticomunista Argentina), una organización paramilitar que persiguió y desapareció a miles de argentinos, los expulsó del país en 1976.
No fue difícil para los Selser-Ventura fijar residencia en el Distrito Federal, DF, la capital mexicana, una ciudad cosmopolita, que acogió a centenares de intelectuales exiliados del Cono Sur. Además de su familia, Gregorio tenía lo que necesitaba para ser feliz: acceso a media docena de periódicos, agencias noticiosas y bibliotecas. Había rechazado la oferta de irse para La Habana, Cuba, previendo la escasez y el control informativo.
En el DF, Gregorio Selser continuó con su trabajo de artesano emprendida en el archivo de La Prensa, en Buenos Aires: leía, escribía, copiaba y guardaba recortes de periódicos. El comedor de la casa siempre fue el escritorio donde Selser se sentía más cerca de lo que amaba: su familia y las palabras que leía. Ventura dice que gracias a esta costumbre, desde pequeñas, las hijas aprendieron a sentarse en la punta de las sillas porque siempre estaban inundadas de papeles.
Después de su muerte, Marta Ventura dedicó 16 años de su vida a organizar las 150 cajas de cartón que contenían los tres millones de recortes de periódicos que contienen la historia reciente del continente. Roberto Sánchez, que visitó al matrimonio en los años ochenta en México cuando era vocero del Ejército Popular Sandinista (EPS) recuerda que Selser no era nadie sin su esposa “porque ella era la que sabía dónde estaba cada cosa”.
Además de Nicaragua, a Selser le interesaron otros países como Honduras, Bolivia y Panamá, este último donde ha habido más injerencia estadounidense. Para hablar de esos países y en general de la realidad latinoamericana, lo invitaban como catedrático a las universidades y lo llamaban como analista de periódicos, locales y extranjeros. En sus mejores tiempos fue profesor permanente en varias universidades y llegó a escribir seis artículos por semana para algunos diarios mexicanos. Marta Ventura recuerda que siempre le pedían tres cuartillas, pero él eliminaba los márgenes y en tres páginas acomodaba las palabras que caben en cinco.
La muerte avisada, a través de un cáncer de próstata, le permitió a Selser tomar previsiones. Dejó listo algunos libros, preparó sus últimos artículos y reiteró a su esposa Marta el sueño de poner su vasto archivo a disposición de todos.
El día antes que saltara desde su apartamento, en el cuarto piso del edificio, y renunciara a vivir con un dolor que lo deterioraría lentamente frente a sus seres queridos, Selser escribió cuatro cartas. Una de ellas iba dirigida a sus hijas y su mujer, que dormía en la madrugada mientras él lanzaba al vacío, otra a la policía, al diario con el que colaboraba y a un amigo cercano.
“Quiero dejar constancia por escrito de mi gratitud a México, que me brindó sin condiciones techo, trabajo y tribuna (las tres T de las que hablaba Genaro Carnera Checa). Los casi 15 años que viví aquí fueron quizás los más felices y productivos como periodista y profesor universitario. A cambio, siempre fui respetuoso de las leyes de México, a cuyo pueblo amé y al que deseé servir con mis trabajos. Me voy con la conciencia cabal de haber cumplido con el país y con su pueblo”.
En la carta que dejó a su esposa e hijas, les pide perdón y que entiendan su determinación, y finalmente, les solicita que cuiden a Marta.
Más de un millón de recortes del prolífico archivo de Selser han sido digitalizados ya por Universidad Nacional Autónoma de la Ciudad de México, UNACM. Cualquier día estarán colgados en la pista virtual de internet a disposición de todos como lo quería Selser. Desde ahí, tal vez podrá seguir las pistas de su abuelo Claudia Lucía, de nueve años, hija de Gabriela, quien dice estar “muy orgullosa” de él “porque escribió un libro muy importante sobre Sandino”. Ella, sabe además, que su abuelo comía chocolates a escondidas de la abuela y que “le gustaba mucho leer y escribir en una máquina de escribir viejita que tiene guardada mi tía Irene”.
En el apartamento de Irene, su segunda hija que es periodista y vive en México, también están guardadas en urna las cenizas de Gregorio.
Marta ventura dice que tal vez le hubiera gustado que sus cenizas se esparcieran sobre la tumba de Sandino, pero esa tumba no se sabe dónde está.
Ahora que uno y otro han desaparecido, que no hay más barreras entre ellos, bien podría colocarse sobre la urna de Selser aquel fragmento del manifiesto político de Sandino que debe estar en alguna de las miles de fichas que hizo y que explica la rebeldía de los dos a los mausoleos: “El hombre que de su patria no (ni siquiera) exige un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído”.
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