domingo, 21 de junio de 2009
Hormigas caseras
Oigo que caminan de madrugada. Siento que se mueven a la hora en que la luz amarilla de la calle, esa artificial que quiere parecerse a la luna llena, todavía es la única que se cuela por las persianas del cuarto donde estoy. Un timbrazo basta para que la mayor de ellas salte de la cama. Con los años, más de sesenta, su sueño se ha vuelto tan ligero como los pies del ladrón que se tira desde un bus en marcha en cualquier calle de Managua. A veces me parece que no duerme, que sólo se acuesta, cierra los ojos y cuenta los minutos hasta que le dan las cuatro y media de la madrugada. Dice que se ha levantado a esa hora toda su vida. Que cogió la costumbre a los siete años, cuando trabajaba en las haciendas de algodón de Chinandega, en las mismas donde ahora se siembra otro monocultivo: maní. En aquella tierra hirviente aprendió a bañarse todavía de noche. Se mete al baño y desde allí empieza a llamar a las otras hormigas. Unas veces dóciles, otras con refunfuños de por medio, atienden, con obediencia al fin, su convocatoria. No parece, pero tienen mucho que hacer a esa hora: desde preparar el desayuno hasta ir a caminar a la rotonda de La Virgen por espacio de una hora. Pueden ser 10 ó 15 vueltas, alrededor del bulto religioso, eso dependerá de la extensión de los chismes que le suelten los otros caminantes. Mientras, al interior, las otras hormigas plancha algún trapo de última hora, o lavan otro para aprovechar el sol infernal que a través de rayitos tímidos empieza a calentar desde las seis de la mañana. Aprovechan, y revisan planes de clases, tareas, adelantan almuerzo y si es posible hasta cena. O simplemente limpian el piso, con la intención de ahorrarse un oficio vespertino, que al final, volverán a repetir, porque no resisten caminar por el pis polvoso. Por la tarde, la sala, las habitaciones, son los espacios domésticos desde los que trabajan para la vida pública que cada una ha construido: dos son maestras, otra preside la junta de vigilancia de la colonia donde viven; hay otra que es estudiante y otra que se desempeña en la empresa que cada día cobra más cara la electricidad. En la noche caminan más que en la madrugada. Con pasos más firmes. Con un ritmo incesante. Como verdaderas obreras, su trajín se extiende los siete días continuos. La que no va a la universidad el sábado o domingo, se queda en el interior vaciando y llenando roperos, pasando trapos por muñecos de vidrios de risas congeladas, cocinando, dejando y trayendo recibos, arreglando, planchando, lavando...No sé cómo lo hacen. Tampoco sé por qué lo hacen, por qué corren todo el día, porque no paran a ninguna hora. A veces siento vergüenza de actuar como una babosa, lenta, pesada, que sólo las ve pasar a su alrededor. A veces me da rabia porque no comprendo tanto afán. Pero la mayoría de las veces callada las miro. Las siento. Las dejo que se suban, que me caminen y que la rutina interminable se repita cada madrugada debajo de esa falsa luz de luna.
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