domingo, 31 de mayo de 2009

Palabras sin sentido

(publicado en Contravía 4-05-2009)

Quiero bañarme en el primer aguacero, así que me apresuro a escribir
antes que llueva.
Debo algo. Como dijo una columnista por aquí, sé que todavía debo la
segunda parte de una idea que solté la última vez que escribí, hace
varias semanas ya, por no decir hace casi un par de meses. Por ahora
la deuda va a continuar pendiente, porque últimamente me he aburrido
de ese papelito arrogante de exponer mi verdad, de decir lo que
pienso, como si al decirlo estuviera pretendiendo -inconscientemente o
muy consciente- imponerlo. “Hablás demasiado” me dijo un amigo hace
poco y le doy la razón. Claro, hablo más de lo que escribo, pero la
verborrea sea escrita u oral, es un defecto en mí. Desde antes que mi
amigo decapitara mi vanidad, me estaba autoconcientizando de mi
actitud reprobable de chachalaca. Por esos llevo días buscando mi
silencio. Sólo hablo lo necesario en el trabajo y en la casa. Me piden
opinión de la política actual, y digo que no sé nada, porque es
verdad. Hay demasiada información y me interesan demasiadas cosas como
para desperdiciar tiempo en un asunto cíclico. Al fin y al cabo, con
la política nacional pasa lo mismo que con las novelas mexicanas,
podés dejar de verlas un buen rato, luego las volvés a ver y vas a
encontrar que la tensión de la trama es la misma: todos los hombres
del reparto siguen detrás de la tonta cenicienta, y todas las hembras
quieren comerse al galán acudiendo a la treta eterna del embarazo.
Aquí la política es así, después de todo “la corrupción y el
desgobierno, hacen de la ciudad un infierno”, como dice Rubén Blades.
Entonces no, no quiero saber de lo que no hago nada por cambiar. La
simple opinión me harta.
Vuelvo a lo mío. El conflicto es que no quiero hablar más de lo que
hago. O por lo menos que las cosas sean proporcionales: que haga y
hable al mismo tiempo. Es un drama kafkiano esta incoherencia. Y
aumenta en estos días en que soplan vientos apocalípticos que nos
traen gotas de desempleo, brisas de influenza porcina (que sin duda
será la enfermedad de moda del invierno) y truenos que anuncian
aleccionadores –como si necesitáramos más clases de la naturaleza-
desastres naturales. Más de una tarde de estas, mientras he estado
sentada frente a la pantalla intentando despegar de los dedos
historias que a nadie le importan, he pensado en qué hago ahí sentada,
y porque diablos no agarro mi paraguas y mis gafas 50 pesos, y me voy
a mi casa a ponerme el short y la camisola, mi uniforme doméstico, y
tirarme en la hamaca a esperar que esto se acabe.
¿Por qué sigo aquí soltando más palabras, hablando más de la cuenta?
¿Por qué sigo diciendo lo que a nadie le importa? No sé qué quiero
entender en la vida de la gente con VIH que no es más penosa que la de
un diabético ni más dolorosa que la de un canceroso en quimio, y que
en el fondo pena no debe ser de ellos sino de los otros, de los que
se tapan la boca con las manos, o con mascarillas, si pueden, mientras
dejan entrar por la puerta grande de su casa y le tienden el cobertor
que huele a suavitel al virus. O por qué escucho a una deportada que
dejó a sus hijos en la tierra de Mickey Mouse, donde seguramente no
habrá ninguna Minie que los cuide, o por qué hay otra que empeñó lo
que no tenía, todavía le debe su alma al diablo, para que la
devolvieran apenas puso los pies en ese país con el que miles siguen
soñando aunque se quiebre en mil fragmentos como un rompecabezas familiar. O
por qué le dedico tiempo a un pueblo indígena del que desde hace más
de un siglo, se viene diciendo, erróneamente, que está en agonía y a
punto de de extinguirse como si habláramos de animales y no de
personas. Un par de tardes y noches entre ellos, me ayuda a entender
que los Ramas de Rama Cay, están más vivos y más claros de su
identidad que muchos de nosotros. Por encima se ve que no son más que
víctimas históricas del
abandono estatal y de esa maldita visión “paña”, del conquistador
criollo –el Bolívar reencarnado y acomplejado- que tenemos incubados
los mestizos de este país, los que por la única gracia de ser mayoría,
hemos impuestos nuestra retorcida forma de ver las cosas a esa gente
que con su gesto
pacífico ha resistido el vendaval humano y natural a través de los
siglos. Y que será lo que estuve buscando hace unos días en la vida de
Gregorio Selser - el argentino humilde, dicen todos- que escribió
sobre nuestro Sandino. Y en esto hay que ser tajante, es de todos, no
de unos cuantos. Selser, al igual que su héroe, vive sin tumba en la
memoria devota de su esposa Marta, en tres millones de recortes que
dejó, y en las decenas de tesis que se escriben sobre èl. Tal vez
este hombre de aspecto bajito y gordito sea una inspiración. para mí. He estado
pensado en que cuando sea grande (porque me estoy envejeciendo sin
crecer a lo Peter Pan) quisiera ser como él que, con su memoria de
elefante, leyó, observó y rumió tanto que armó la historia cercana de
este continente. Y lo hizo mientras escribía sobre cualquier cosa en
un diario gris en el que se ganaba la tortilla.
A lo mejor sólo me enredo en todo este ovillo humano para olvidarme de
mí. O para ahorrar palabras, para fingir que mientras orillo la vida
de otros estoy haciendo algo. Pero veo que entre más me enredo en esa
madeja más inevitables son las palabras que lo quieren explicar todo.
Desde ayer sólo tengo dos certezas. Una que va a llover en cualquier
momento, me lo anuncia el olor a tierra mojada que sentí el sábado en
la noche. Y la otra, que quiero enjuagarme y ahogar este palabrerío
que me estorba.

(Mayo está en agonía y nada que me baño en ningún aguacero)

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