La calle de los lamentos
No tengo un muro de los lamentos, sino una calle. Es larga y angosta. Se podría decir que no hay árboles en ella, sino fuera por uno que otro laurel de la india que a la mitad de sus costados derraman sombra sobre el pavimento, en el que a toda máquina se deslizan taxis, vacíos y desesperados, al acecho de clientes, y buses de una sólo ruta: la 101, que pone sobre la Carretera Norte a decenas de obreras que van en fila india como hormigas a las maquilas de la Zona Franca.
La calle de los lamentos la componen un par de lugares que ya no existen.
Arranca en los semáforos de El Colonial. Así se llamaba el cine que quedaba a unos 50 metros al norte de los semáforos, que en su última época, a mediados de los noventa, exhibía en su cartelera títulos como “Garganta profunda”, el clásico porno de los setenta que llegó a Nicaragua una década después, como todo, o “Duro por delante y flojo por detrás”, un título llamativo que se inventó el programador del cine, que seguramente hacía las veces de taquillero y de proyectorista.
Donde era El Colonial ahora hay un portón rojo por el que, casi siempre, chorrea agua en el andén. Al lado está un restaurante: El Pilín, el último de una sucesión larga de nombres que no dicen nada para un antro que sólo sirve de aperitivo a las putas que al final del día y de la calle se plantan con su ropa escasa y colorida al frente de donde abría sus puertas la ferretería, Reynaldo Hernández. Se les halla más hacia al norte. Más allá de las escuelas técnicas de computación y de inglés, del bufete de abogados, del motel, del que remienda los zapatos, de los tres comedores. Al tope.
La “Reynaldo Hernández”, es otro negocio que físicamente ya desapareció, pero está tan vivo como el edificio donde fue La Pepsi, el Ceibo de San Judas o El arbolito, lugares y cosas algunos que se extinguieron y arrancaron, antes o después del terremoto de 1972 que sepultó a 10,000 almas. Son los puntos de referencia, que sirven para ubicarse, para asirse en esta ciudad sin centro, sin nombres, en la que todas las direcciones van a parar siempre al lago, por el lago Xolotlán que por el norte bordea a Managua.
Por eso nadie recuerda que, donde quedaba la Reynaldo Hernández, ahora hay una librería, que no vende libros y que con su fachada ostentosa de colores pasteles ha empujado a las putas del sector a la espalda del edificio. Pero ese es un detalle que sólo saben los que compran sus servicios, o los que acostumbran a pasar por la calle de los lamentos, una calle con un nombre que sólo existe en la memoria de dos periodistas que, a veces, al salir de su periódico avanzan al sur por ella, y aprovechan la caminata para compartir los pesares del oficio. Por eso, uno de ellos la bautizó como "la calle de los lamentos".
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