jueves, 21 de mayo de 2009

Voces de mayo II

Deportado por un siglo

En el primer encuentro, dice que es barbero. Está en el balcón. En la parte más fresca de una casa de dos pisos en Bluefields, desde donde se ve pasar a la gente que va y viene del muelle municipal. Con una gillette en la mano le arranca los pelos de la barba a un gringo que lleva un pelambre más rastafari que el suyo. “Aquí hago de barbero, de cocinero, hago de todo”, dice sin apartar la mirada del matorral hirsuto y rubio que se extiende desde el mentón hasta el cuello. El compadre que se está dejando arreglar la barba lo oye y lo mira de reojo con el mismo recelo con que un cerdo mira a su matarife antes que lo degolle. El chele le pregunta si está bien, y él le dice que sí. Que es suficiente. El espejo sobra. El barbero intercambia un par de frases en inglés con el cliente. Luego, con un labio medio de lado, irónico, me dice que debería hacerme los dreslogs, colochos rastafaris como ellos. Se ofrece a hacérmelo. Le digo que para en otra, que no me siga tentando. Pienso en la picazón que me daría, y en que terminaría pidiendo a gritos que me raparan, y se lo digo. Bueno, "también te rapo si querés", me dice. Pero otra cosa es la que quiere hacer y lo tiene inquieto. Se mete a la casa. Vuelve a salir al balcón. Después de un par de salidas más, descorre el velo de la desconfianza y me pregunta que si no me molesta la "mariguana", que él y los otros quieren fumar. Le digo que para nada, que le den, que por mí no hay problema. Me ofrece y le digo que no, que mejor me hable de los platos costeños que sabe cocinar, y me termina dando hambre. Alardea de su rondón, que es exquisito, y del tortuback, o algo así, una comida especial que se hace con la concha de la tortuga. Dice que cualquier día de estos lo hace, y en efecto hará un rondón de pescado. No me regreso al horno capitalino sin probarlo. Pero eso será otro día. La última tarde que lo vea. Porque la siguiente, será en la noche al calor de una sopa de res en un rancho de fuego donde al compás de calipsos y reggaes los cuerpos vierten toda clase de calentura. Allí es donde deja de ser barbero y cocinero, y me dice otro pedazo de su historia: que hasta seis años vivió en Estados Unidos. “Me deportaron sí. Me dieron una deportación de 100 años”. Es inevitable su risotada y la mía. ¿A quién diablos se le ocurre sellar una deportación por un siglo a un hombre de 30 años? Bueno a los gringos paranoicos. Nuestras risas se ven como dos muecas dentro de aquel rancho medio iluminado que vibra con una canción de Lucky Dube. Lo malo es que allá están sus dos hijas, de siete y nueve años, y las extraña, y que a veces se siente como un expulsado del paraíso (a ese punto nos lleva esa perversa relación de amor-odio con ese país) Lo bueno es que ellas, de la mano del abuelo, van a venir a verlo a mediados de año. Lo malo es que no las ve crecer, que allá fue traficante y lo agarraron tres veces, y pagó penas de entre seis meses y un año. Lo bueno es que aquí se gana la vida como cocinero y barbero, y que a veces fuma yerba que otros pescan en el mar, con menos frecuencia de los que otros beben guaro en cualquier esquina del país. A lo mejor es para olvidar que ni en esta vida ni en la otra podrá entrar al país donde sus hijas crecen como gringas extrañando al papa (sin acento) que hace uno de los rondones más ricos de Bluefields.

1 comentario:

  1. Amalia: qué hermosas las líneas que estás trazando. ¡Adelante! Madera hay de sobra en ese árbol tuyo. Ángela.

    ResponderEliminar