viernes, 30 de octubre de 2009

Carta desde Cuba



La Habana de noche es un inmenso manto negro con unos puntos luminosos dispersos. Sin luna. Así la vi desde el avión como un trozo del cielo infinito. Pero la capital cubana es sólo un pedazo de tierra dentro de otro más grande, con aspecto de lagarto anclado en el mar. Sus calles se ven todas amarillentas bordeadas de edificios ruinosos con altos balcones descascarados, debajo de ellos hay puertas despintadas y escaleras abruptas y destartaladas que conducen a laberínticas aldeas humanas en las que escasea el agua y la luz, en las que, en algunos casos, todavía se ignora la televisión a color.
Da la impresión que se camina por una exposición permanente de retratos sepias tomados dos siglos atrás, los que en cualquier momento pueden despintarse o venirse al suelo, como un castillo de naipes. Hasta una mala mirada puede ser letal para los edificios ruinosos de La Habana. No exagero. O bueno, tal vez sí.
En todo caso, el Buró del Poder Popular puede desmentirme, y a eso me expongo al apelar a mi memoria, pero recuerdo que cuando vine la primera vez, hace casi cuatro años, en vísperas de la navidad que dejó de pasar inadvertida en la isla desde que llegó el Papa, en la esquina de alguna, de las ocho páginas, del Gramma, el diario oficial, leí que la lluvia había derrumbado 125 casas como una baraja de cartas. No fue una tragedia irremediable, menos mal. Nadie murió. Los cubanos hicieron alardes de un sistema de prevención que ya quisiera Nicaragua. La gente fue sacada a tiempo y no se habló más del caso. Sólo quedaron los chistes negros. Hasta el fin de año la isla entera estuvo fría esa vez.
Ahora regreso de nuevo en los primeros días de noviembre. Es la última semana en que el dólar está a la par del “chavito”, el peso convertible que inventó “don Pomposo” –como le dice una amiga a Fidel Castro, quien por cierto salió con esta “genial idea” después de su caída- para sustituir a la moneda gringa que corre como agua por los restaurantes, paladares y hoteles de la Habana. En las “shopping” ya no correrán más los dólares. Por estos días, mujeres de pelo teñido, abuelos negros de pelo blanco y hombres en chancletas y pantalones cortos, hacen colas bajo el sol para deshacerse de los billetes verdes mandados por sus parientes desde Miami. El billete del imperio deja de circular, tras una década de humillar al peso cubano y, de crear una división social. Unos compran con “chavitos” en las tiendas con aire acondicionado y otros que sólo tienen pesos se conforman con ir a las “trapishopping”, a comprar trapos usados.
En una de las noches, de esos días agitados por el cambio de moneda, estoy en el malecón con Idania, una mujer cincuentona que en su cuadra es fundamental. Es presidenta del Comité de Defensa de la Revolución, CDR, la versión cubana del CDS (Comité de Defensa Sandinista) que hubo en los ochenta en Nicaragua. Idania, que es madre de dos hijas, sabe de muchas cosas. Pero esta noche hace gala de sus conocimientos de historia. Primero recorremos El Prado, a la avenida que voy a volver dos veces más por el día y en donde sin querer conoceré a una mujer matancera que viajó a visitar a su hijo que es parte de la selección de natación.
Idania, que improvisa como guía, me muestra el monumento a José Martí al que van los niños cuando se inician como pioneros. Al pie del prócer están las tumbas de los siete estudiantes de medicina fusilados antes de la independencia. Idania termina de contarme este episodio de la historia cubana frente a un pedazo de pared, donde, según ella, acribillaron a estos siete muchachos. Atrás ruge ese mar nocturno que salpica siempre el malecón.
Un hombre vestido de gris y boina azul cruza la calle. Hay otro con el mismo uniforme a la izquierda y más allá, a la derecha va otro con el mismo traje. Se ven tantos, pero tantos policías que uno cree, que están puestos en cada esquina. La Habana es dueña de una seguridad envidiable en cualquier país de Latinoamérica, dice Idania, quien nunca ha salido de la isla, aunque más tarde me cuenta que ya se ha escuchado de uno que otro arrebato de prendas de oro.
Entre esas paredes maltratadas por el tiempo y el salitre también circula un ejército de médicos. Son el orgullo cubano. Idania me dice que hay uno por cada 120 familias, cada tres ó cuatro cuadras.
Son casi las 10 de la noche y seguimos caminando por el malecón.
Hay poco tráfico en el sector. Se ven carros enormes de los 60, 50, 40 y hasta de los 20, verdaderas joyas de colección que han sido reinventados en su interior. Corren en perfectas condiciones. Invaden sin prisa las principales arterias de la ciudad. Alguien se ufana de la antigüedad y dice que Cuba tiene el mayor museo rodante del mundo. Puede ser. No sé nada de carros, sólo manejo bicicleta, así que no es un tema que esté en condiciones de discutir.

Flores nocturnas
Olas furiosas rompen sobre el cordón de cemento. Su baba salada llega hasta la acera. Me mojo los zapatos. La brisa es cálida como las luces amarillas que iluminan la avenida y pegajosa como las caricias atrevidas de las flores nocturnas que ruidosas se plantan frente al muro en busca de unos “chavitos”.
Idania, muy amable, concentra su mirada en los edificios por los que vamos pasando, y me habla del proyecto de restauración que se está realizando. Es una maravilla a la que se le invierte mucha plata, dice. Se están recuperando muchas casas del casco viejo y del centro de La Habana, también decrépito. A la par de magníficos inmuebles de apartamentos hay escombros esperando su turno de rehabilitación. Me muestro interesada en el tema, del que había escuchado hablar la primera vez que estuve en La Habana, pero ante lo vivo es imposible seguir escuchando lo muerto. Como máximo tendrá 20 años. Quizá menos. Es negra como la noche sin luminarias de La Habana, vista desde el cielo. Viste entera de blanco. Está en un jolgorio con tres muchachos, pero cuando ve venir a una pareja con pinta de “yumas” (extranjeros) abandona el muro de un salto. Ella se planta con las piernas abiertas y los tacones firmes sobre el andén. Su carne firme que parece tallada en madera, ataja el paso a uno de los tipos que bastante contento le pela los dientes. Ella se le resbala, y le habla en tono seductor, le hace guiños, se le pega como chicle lo más que puede. El tipo la evade y camina en reversa. En el regateo, sin quererlo dan una vuelta casi de salsa sobre el pavimento. Como si se tratara de una escena de teatro, el trío de amigos que la miran, desde el muro del malecón, se carcajea. Haciéndole tiempo, el amigo, que acompaña al potencial, cliente camina lento. Adelante le cortan el paso otras jineteras, como les dicen en Cuba a las prostitutas. Son tan bonitas que parecen sirenas escupidas por el mar.
En un último intento desesperado, la negra de blanco le agarra la portañuela del pantalón. Su gesto no surte efecto. Al contrario, acaba por ahuyentar al hombre, que sale despavorido. A ella no le queda más que voltearse hacia sus amigos y, con ellos se revuelca de la risa.
Después de ver la escena, Idania me comenta un poco enardecida y desconsolada, que la liberalización del dólar incentivó la proliferación de la prostitución. Unos amigos me cuentan que en el “mercado negro” se halla Babilonia o Putas en La Habana, un libro prohibido, sin pretensiones literarias, que explica el fenómeno creciente de la putería en la isla. No me obsesiono. No lo busco. En realidad, prefiero leer los cuentos de ficción que escribe Jorgito, un mecánico industrial que vive con su gentil esposa, Odalys, y su hijo, Joan, que estudia para bombero en San Antonio de los Baños, un pueblo al que no le hallo mayor gracia, excepto que ahí nació Silvio Rodríguez y que es sede de la escuela internacional de cine en la que dictan talleres los grandes del cine contemporáneo.
San Antonio queda de La Habana a 30 ó 40 minutos de viaje en carro. Pero entre el camello –una rastra transformada en bus que cuesta 20 centavos cubanos ni siquiera un centavo de dólar-, y la espera, que da para probar un batido de trigo parecido al pinolillo, y el carro, se van fácilmente dos horas.
San Antonio de día es un pueblo muerto, desierto. Sus casas, casi todas blancas, permanecen cerradas y silenciosas. Parece un pueblo fantasma. Hasta algunas aceras se escapa el inconfundible olor a mojito que dejan caer sobre la yuca cocida. De noche la ciudad queda muy oscura, pero con un poquito más de vida. El papá Estado que cobra el agua, el teléfono, la luz, la escuela, la salud y parte de la comida a precios irrisorios no alcanza a subsidiar las luminarias públicas de esta ciudad.


Juguetes nuevos
En la casa de Jorgito, el mecánico-escritor que por estos días trabaja como vigilante en la Casa de Escritores de San Antonio, la atención se concentra alrededor de la película gringa que se ve los sábados, en el televisor a colores que repuso al enorme Caribe blanco y negro (los mismos que Nicaragua importaba en los años ochenta), que estaba en una esquina de la sala, cuatro años atrás. Al nuevo aparato no hay que darle golpes como al anterior. La que ahora le da problemas a Jorgito es la computadora prehistórica que se consiguió que le da más problemas que la máquina de escribir, desde la que me escribió cartas alguna vez. Le encanta escribir, y a mi juicio es bueno, pero no tiene más que un cuento publicado en Nicaragua. Muchos jorgitos más, así amantes de la literatura, conoceré por estos días en Cuba.
La visita de médico (por lo rápido) que hago a San Antonio termina un día antes de lo esperado por una cuestión de transporte. Retorno a La Habana y al día siguiente salgo para Sancti Spiritus, una provincia al centro de la isla, a 325 kilómetros de la capital. Por 15.50 dólares obtengo un boleto a precio de turistas en buses para cubanos, sí porque también hay restaurantes, tiendas, librerías y hasta taxis a los que sólo suben o entran cubanos. Parece un apartheid, pero así funciona y su lógica en sencilla: que el turista deje hasta el último centavo de dólar en los hoteles y restaurantes y que el nacional pueda acceder a lo mismo –aunque varios dicen y se nota la mala la calidad de lo que queda para ellos- a un costo mucho más bajo, que en realidad, al hacer cálculos, fuera de la isla son precios irrisorios. La entrada al museo, por ejemplo, para un turista cuesta dos chavitos o más, (antes dos dólares y 52 pesos cubanos) mientras que para el nacional sólo dos pesos. Y como tengo la suerte de pasar como una cubana de Oriente, entro a muchos sitios y pagar, con apoyo de alguien, como cubana. Si no hablo, claro.

Capitalismo salvaje
En el viaje de cinco horas y tres paradas por una carretera ancha hasta Sancti Spiritus, le cuento sin malicia a mi compañera de asiento lo que me costó el pasaje. A ella le parece caro y me aconseja, que al regreso, me arregle con el busero. En una de las estaciones hablo con el hombre. Como quien no quiere la cosa le pregunto cuando viajan de vuelta y como si ese fuera el santo y seña, él va al grano y me propone buscarlo en la terminal de buses el día que vuelvo. Al final, el pasaje me sale por cinco dólares. Después de una semana me convenzo de que los cubanos navegan, con la misma audacia, por las aguas mansas de la legalidad que timonea el Estado, que por las de la ilegalidad, adonde se nota a leguas, que los empuja la necesidad. Me enteró de la historia de una contadora de Matanzas, que roba papel de su oficina para vendérselo a los maniceros, para hacer cartuchos, y que ese dinero, le permite mejorar la dieta de su hijo, un deportista; también sé de un cerrajero con carro asignado por el Estado, que usa el vehículo para funciones extraoficiales como la entrega de encomiendas enviadas desde Miami; y la de un médico del hospital Militar que está en listo para irse en una brigada a Venezuela, donde podría desertar, pero que mientras tanto vende sesiones de acupuntura a “particulares” en sus horas libres y transa de vez en cuando medicamentos en el mercado negro. Aunque no se conocen entre sí, están de acuerdo en la misma justificación: “Se intenta sobrevivir, chica”.
Las horas en Sancti Spiritus vuelan tan veloces que no permite notar cambios trascendentales en la ciudad. Siento una soledad parecida a la de San Antonio de Los Baños. Las mismas tiendas un tanto monótonas, y muy poco ánimo en la calle peatonal las artesanías son las de siempre. Por las avenidas van y vienen bicicletas, como el carro oficial. Todo parece en su sitio menos Mercedes, una viuda, profesora de inglés jubilada que permutó la casa (en Cuba las casas no se venden) y que tenía 11 años cuando triunfó la revolución. Ahora vive en un apartamento más pequeño, en el que se siente más cómoda, con sus hijos y su papá, un anciano de 94 años que recibe una modesta pensión de España por su origen canario, que les permite una vida digna. El diálogo con Igor, el mayor de los hijos de Mercedes, vuelve a ser tan fluido como hace cuatro años. Hay cosas nuevas en su vida. Tiene una novia que se desbarata con los reggaetones y dejó los estudios casi por terminar de veterinaria, pero piensa retomarlos el año que viene (asumo que todos sabemos que la educación en Cuba es gratuita a cualquier nivel) Ahora trabaja como vigilante, pero su idea, más adelante es poner un negocio autorizado y defenderse por “cuenta propia”, como lo hacen muchos en La Habana, donde es más fácil la cosa. “Allá hay mucha gente que no quiere trabajar con el Estado”, comenta Osmara mientras me ofrece galletas en el trayecto que nos lleva de vuelta a la capital.

Acabo la diversión
Es mi última noche en La Habana. Voy por una calles polvosas y ajadas, en las que no reconozco a ningún chele, de esos que invaden por manadas el centro histórico y
que cuando sudan y los colorea el sol, buscan un bicitaxi de un dólar conducido por algún muchacho que sueña con ser taxero y ganar 20 dólares diarios, lo que cobra un médico al mes, tal vez el profesional mejor pagado por el sistema. Acompaño a Evangelio, una caja de sorpresas, y a Judith y Gretell, dos cubanas de mi generación tan hermanas como diferentes, hija de Idania. Judith, 26 años, es socióloga. Su tesis de grado se la publicó el centro de investigación de la cultura cubana, Juan Marinello, para el cual trabaja. Gretell, 28 años, tiene de académica lo que Bush de pacifista. Lee mucho. Le fascina Charles Bukowski, el escritor maldito gringo, a quien se parece en lo rebelde y lo bohemio. Si pudiera se bebería La Habana con todo y su brisa marina. Esta noche hace el intento. La corriente de aire fría no hace mella en su garganta que se calienta con los rones que le brindan, en señal de saludo, un trío de amigos que está reunido en una pequeña sala, cuya puerta da a la calle, hasta donde se coló la lastimera canción de José José, que cantaba uno de ellos. Como no vamos para ningún lado, el canto nos imanta y nos retiene. Unas vecinas, entre ellos la presidenta del CDR, se suma a los rones y a la música. De la nada se hace una fiesta. La gente bromea con confianza, como si se conocieran desde siempre. Se canta de todo: boleros, trova, salsa y una de mis favoritas, Lágrimas negras. Gretell juega imitando los coritos flamencos de El Cigala. Y todos coreamos: “Si tu me quieres dejar yo no quiero sufrir, contigo me voy mi santa aunque me cuesta morir o sufrir”. Evangelio, uno del grupo, se revela musicólogo. Además es historiador y abogado. De los tres amigos que inicialmente celebraban, dos resultan ser poetas. En los recesos musicales se lee algo de ellos. Una de las poesías, es medio existencial, y me parece muy hermosa. Habla de ser muerto en vida, o algo así. En la casa hay una mujer embarazada que no consigue el sueño por el ruido, entonces la pelota de gente, que está a dispuesta a gastarse lo que resta del viernes cantando y soltando versos, rueda hasta la acera.
Ahí las voces suben y bajan a los “chifff” de la presidenta del CDR, que se termina sumando y cantando algo en inglés. Se vacían dos botellas de ron sin etiqueta. Ernesto, el de la voz cantante, se niega a forzar su garganta hasta los tonos agudos de Silvio. Gretell que es entonada lo hace por él. Me siento entre artistas. Soy parte de la más auténtica peña cultural de La Habana. Nadie pasa por la calle que es tan oscura como las otras. Las ventanas iluminadas empiezan a apagarse. El cielo negro empieza a azularse. Es hora de irnos. Todavía en medio del alboroto pienso en el cartel que leí al entrar a La Habana: “Nuestro capital humano es lo más importante”. Después de lo vivido siete días y noches entre cubanos, estoy totalmente de acuerdo.

(La publiqué en la revista Magazine en noviembre del 2004, también en la revista Marcapasos de Venezuela)

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