sábado, 22 de agosto de 2009

revolución doméstica

Al fin. El invento doméstico más revolucionario del siglo 20 entró a
mi casa. Ese que le dio tiempo a las amas de casas gringas para que
se pintaran las uñas mientras seguían por la radio, cual si fuera un
radio drama, los episodios más crueles de la segunda guerra mundial.
El mismo aparato entró hace poco al lugar donde vivo en Managua.
Llevaba días, semanas, meses tal vez, diciéndole a ella, a mi mama
(así sin acento), la mujer que los fines de semana se pega a lavar -
como si fuera un hobby, y restriega la ropa sucia del hijo (porque no
es de hombres lavar) y la hija menor y la de ella, y la del resto si
nadie se lo impide- que con el financiamiento de todos, compráramos una
lavadora para ahorrarse la molida de la espalda. Con sueldos de maestros, y
cuatro hijos, nunca antes hubo en la casa dinero para aspirar a ese
electrodoméstico. Ahora que los hijos trabajan se echó la vaca y se
invirtió pues en el cajón blanco y metálico, sin gracia, que en una
hora promete depurar los trapos. Lo veo, y pienso que tal vez por su
forma tan elemental y simple su llegada a mi casa no causó el revuelo
que provocó en el hijo de la maestra rural de Tonalá, la llegada de
uno de los primeros televisores a ese caserío que ahora es municipio.
Hasta los siete años tal vez, el chavalo nunca había visto una caja
con una pantalla dentro de la cual hubiera gente -que nadie conocía en
el pueblo- hablando, cantando. ¿Cómo hacían para estar todos ahí
encerrados? El y otros chavalos no se aguantaron. Se levantaron y se
asomaron a ver dónde estaba la gente que se miraba en blanco y
negro. Con disimulo travesearon el cajón por detrás, en el
que no había más que un laberinto de tubos y botones. Les sorprendió comprobar que
no había gente encerrada. Con los días, o con los años cuando se
enviciaron con el aparato y se volvió común en las casas, entendieron que ese era el milagro de la televisión: frente a esa caja idiota, como le dicen algunos, sólo
había que sentarse y mirar. Más nada.
Ahora, dada su apariencia, no importa mucho descubrir cómo es que este
cajón blanco en una hora va a enjabonar, moler, restregar, enjuagar y
secar la ropa que mi mama se lleva el día entero en lavar y el sol en secar.
Basta con dejar caer el motete de ropa, echar detergente y apretar el
botón. Como la he visto poco convencida de usarla, y hasta ha
advertido que la usará en ocasiones, para ciertas ropas nada más,
porque desconfía de la calidad del lavado de la máquina, de todas formas, me atrevo a preguntarle qué piensa hacer ahora que le va a sobrar
tiempo. Como si la pregunta le estorbara, me responde a secas que hará
otros oficios. Que en la casa siempre hay cosas qué hacer. Y es verdad. Ya veo que
para ella -no sé si es porque llegó a destiempo- aquí no habrá ninguna
revolución.

(Publicada originalmente en Contravía)

viernes, 21 de agosto de 2009

marinero indiferente

Ubiquémonos, este no es un país del primer mundo. Aquí no tenemos nada resuelto. Vivimos al borde del precipicio, con el hambre al cuello, entonces ¿por qué nos hacemos los desentendidos? ¿Por qué tanta ciegos? Nos gusta navegar en la mierda. Y no es una metáfora que se me acaba de ocurrir para caer en gracia. La expresión es literal. O no se ha vuelto un atractivo para los managuas zarpar del muelle Salvador Allende y surcar las aguas putrefactas del Xolotlán. Sí, el mismo lago al que le hemos dado el culo desde los años cincuenta porque un dictador así lo quiso. Nos gustó tanto la idea, que lo mismo hicimos luego con el lago Cocibolca, con Tiscapa y con cuanto río se nos atraviesa en el camino a lo largo de este país. Dicen que una hora, más o menos, se hace el paseo por esa charco color chocolate, en el que no se ven peces, y donde yace un lecho de excrementos revueltos con más de dos metros de plástico. Y los que navegan se bajan encantados. Algunos hasta se emborrachan en las cantinas del malecón. Los que han ido me dicen que no hiede. No sé si es fruto del alcohol, o es otro sentido que perdemos en este mar . No olemos nuestra propia descomposición, en cambio, la celebramos.

Hacen falta locos

Aquí hace falta locura. Alguien que pierda la cordura. Alguien que cargue en la espalda dinamita de rabia. Que grite. Salte. Vuele. Uno no, varios, o muchos, no sé. Gente que se arriesgue y se aviente. Poetas. Un ejército de desatinados. Gente que se impaciente por todo lo que está mal, que es casi toda la cotidianidad. Que diga esta boca es mía cada vez que en el hospital le salen con la misma aspirina para atacar cualquier enfermedad, desde una gastritis hasta un ataque de epilepsia. Hace falta alguien que le reclame todos los días, a cada momento, al chofer del bus que lo arrea como ganado y lo lleva como si transportara bestias, y no personas, y no ancianos y mujeres preñadas. Gente que se indigne cuando le dejan la pinza metida a una mujer en el hospital y muera por ello. Pero que no sólo se indigne, sino que proteste, que pida justicia, que exija un sistema de salud saludable, higiénico, responsable un sistema donde un pobre que busca la vida no halle la muerte por negligencia, por un error absurdo. Que la protesta contra el gobierno no sólo puede ser frontal, directa, en las calles. Aceptemos que de esa tipo de protesta está cansado la mayoría. Y los pocos que se atreven, cada vez lo hacen menos, por miedo. Nadie quiere ser vejado frente a una cámara de televisión. Pero en cambio, sí nos dejamos humillar todos los días y a cada hora en la escuela, en el trabajo, en el supermercado, en el restaurante, en cualquier lugar donde, para mantener el orden, para perder ese color de pleitistos, de brutos y de bárbaros, y parecer civilizados nos dejamos imponer todo, cualquier cosa hasta anularnos. Hasta ser sombras nada más. Eso sí, sombras obediente que hace la tarea, o que simula que la hace, porque en realidad caminamos fingiendo que somos lo que no somos.
Pero también estamos los resentidos. Los que nos quedamos enredados en una especie de maoísmo virtual. Inertes, criticando, viendo la desgracia ajena, y sobreviviendo a la propia, y tampoco estallamos. Tampoco proponemos. ¿En qué momentos nos dejó de correr sangre por las venas? O lo mejor es que no hemos tenido racionalidad, sólo somos y hemos sido animales domésticos, por eso no hay cordura que perder ni locura que anhelar.

martes, 18 de agosto de 2009

Cosas de muñecas

Tengo una prima que va a ser mamá. Ese no es el drama en un país donde el deporte rey es copular y el trofeo traer hijos al mundo a chorros. Lo malo es que mi prima tiene 16 años, no terminó el bachillerato, el novio la llama al celular un día sí, otro no, y ella piensa como si tuviera ocho años. Como si todavía estuviera jugando con trastos y muñecas en el patio de Acoyapa ha vivido siempre. El otro día, cuando le dije que abusaba de la gaseosa y que el chigüín le saldría anémico, me contestó: “así lo vas a querer”, y se rió. Hoy fue al hospital Alemán a pasar consulta. Esperó cuatro horas para que la atendieran. En ese rato escuchó a una mujer putearse con el portero porque no la dejó pasar a llevarle ropa a su hermana recién parida. Vio a otras con el cuerpo inflamado de dolor. Cuando le llegó el turno, el médico que la atendió, le pasó el ultrasonido y medio vio algo de lo que tiene en esa panza que le da aspecto de iguana. Dice que no se miraba bien, pero que el corazón le latía a mil. Al final, el médico le dijo que por la forma de la barriga todo parece indicar que será un niño. La noticia no le gustó para nada. “Yo quería niña para hacerle colas”, me dijo, y de nuevo soltó su risotada de muñeca cruel, mecánica, que se burla de sí misma.

lunes, 10 de agosto de 2009

Bluefields, frontera gringa

El cuarto huele a frijoles para inmigrantes. Cinco mujeres esperan sentadas a que los frijoles se frían para servir los platos de 79 inmigrantes que la policía atrapó en la víspera, en los hoteles de 10 dólares de Bluefields. Si no hubieran preguntado dónde era que se agarraba el tren, tal vez no estarían allí sentados en cuclillas en los pasillos encharcados del colegio Moravo, esperando otro plato de comida y los cachetes de las “tías”, como les dicen a las mujeres que les dan de comer a las que les plantan un beso como agradecimiento.
En menos de una semana, es el segundo grupo de africanos que la policía captura en esta ciudad del Caribe sur. El martes, cayeron 14 más, dice Ariel, un rastafari que practica yoga y que ha servido como traductor de estos inmigrantes, a los que no la gente de migración no les pasa ni un teléfono, pero sí les cobra 40 dólares para costear la detención.
Ellos, que huyen de las guerras de Etiopía y Somalia, no saben que Bluefields ni siquiera tiene una carretera que la conecte con Managua. Tampoco saben que los últimos pedazos de rieles los malvendió Violeta Barrio cuando fue presidenta a comienzos de los noventa. A lo mejor, tampoco sepan que están en Nicaragua, ni dónde diablos queda este país. Bluefields, es una parada en el camino guerreado para coronar el sueño gringo. Pero por capricho de la mafia, se llega a convertir en la última estación del viaje.
Ironía, Bluefields, la ciudad donde malvive la colonia negra más grande del país, 23,000 creoles, está haciendo las veces de la frontera gringa, a espalda de Obama. Raro que eso pase en un país, con un presidente que vocifera contra “el imperio” en tres de cada cuatro palabras que pronuncia; en un país que ha eliminado las visas para “todo el mundo”. Ahora entiendo que todo el mundo, menos los africanos, peruanos, ecuatorianos, menos todos los pobres que desembarcan en las aguas color mierda de la bahía de Bluefields.
Mister Loyd Forbes, un hombre con piel color de ciruela y cabeza blanca, carga un mapamundi en bolsas plásticas para enseñarles dónde están y para enterar a las mujeres, que les están dando de comer, de dónde es que ellos vienen.
A la cabeza de las mujeres que cocinan, está La Popó. La primera vez que supe de ella, fue cuando se inauguró la serie de béisbol del Atlántico. El día de la inauguración del campeonato, la dejaron hablar, y en inglés creole, con su voz de trueno, puteó a todas las autoridades, que la miraban con ganas de matarla. La Popó, que no dejó títere con cabeza aquella noche, había limpiado y arreglado el estadio cuando ninguna autoridad quiso gastar ni un peso. A través de la radio había convocado gente semanas antes, y había pintado y arreglado el parque de béisbol, en el que vio perder a su equipo. Todos los días, cuando los últimos borrachos habían dejado sus vómitos en las graderías, ella y su gente lavaban y barrían hasta el último chicle que las fanáticas pegan en el concreto.
El sábado que se supo de la caída de los africanos, alguien del gobierno la llamó y le dijo que allí estaba esa gente con hambre. La Popó estaba lista para ir a la marcha por el día internacional de los indígenas, que en Bluefields se iba a celebrar un día antes de la fecha. Su facha para la efeméride era la siguiente: turbante blanco, envolviendo su pelo pintado en rojo vino. Algunas mechas largas y tercas se le salían por los lados. Candongas blancas que contrastan con su cara ancha y cuadrada. Encima de su silueta gruesa, una bata de colores con figuras en lentejuelas. Era lo más cercano a un vestido folclórico de África, el continente de donde heredó el color de piel. Del mismo estilo estaban vestidas sus cuatro amigas, con quienes dejó la marcha por la cocina. Se quedaron con los crespos alisados para la marcha que acabó en el auditorio de la Bicu.
“¿Yo quiero preguntarle al gobierno por qué no hace nada por esta gente, y sí deja entrar a los hondureños por la frontera con Ocotal, por qué no dejan pasar a esta gente que viene desde lejos? Acaso no son personas que necesitan de ayuda, o no los quieren ayudar porque son negros?”, grita la Popó al foco de una cámara casi de juguete de una periodista local que trabaja para un canal nacional. La misma periodista husmeó antes los portones del Moravo, pero la luz del foco espantó a los inmigrantes que estaban por ahí. Huyeron como ratones sorprendidos en una cocina en la madrugada.
“Son bien jovencitos, de 17,18, 19 años”, dice una de las amigas de la Popó que también alcanzó a entender que una de las muchachas le decía que hace cinco días no dormía. Las cinco mujeres sólo saldrán del cuarto que huele a frijoles, que casualmente es la cocina de un estudio de grabación para músicos jóvenes costeños, hasta que hayan servido los 79 platos. Así celebró la Popó, la mascota del equipo de Bluefields, el día de los indígenas.
Beto y la Ileana, dos colegas que se patean las calles de Bluefields, rememoran episodios trágicos de inmigrantes ecuatorianos y peruanos, ahora que estamos sentados en una de las bancas que están frente al Moravo, este sábado por la noche. Beto dice que sólo a dos cuadras de donde estamos, detrás del edificio de los bomberos, apareció el cadáver de un ecuatoriano. La policía dijo que se ahogó y que las corrientes lo arrastraron hasta allí. Pero medicina legal le halló un tiro de gracia en la frente y sus compañeros sobrevivientes, dijeron que a él se lo llevaron aparte. A veces, los coyotes pangueros que los traen les dan vueltas a las panga y luego les pasan encima hasta que los ahogan. Eso sucede en altamar, en noches sin lunas. El tramo San Andrés, Corn Island Bluefields se vuelve un triángulo de las Bermudas para los inmigrantes. Los nicas hacemos a otros lo que tanta rabia nos da que otros nos hagan. El pensamiento inútil se ahoga con los ecos de los reggaetones que vienen del Cimas. Hay que ir al Four Brother más noche, nos decimos mientras renegamos de una ranchera que nos viene desde otra esquina, porque Bluefields es una realidad mestiza.
Al día siguiente, ya para zarpar contra mí voluntad en la panga de Wendelín, un empresario monopolista que presta el peor servicio de transporte, me avisan que hay que hacer una fila antes de abordar la única lancha con techo. Puedo llevar drogas (porque a eso suponen que vamos muchos a Bluefields) o puedo ser inmigrante, quién sabe. Paso mi mochila, el militar me mira y me pide la identificación. Al segundo le doy la cédula y bromeo con los trapos sucios que llevo adentro. “Usted es igualita a una ecuatoriana que se capturó ayer”, dice.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Día de santidad

Es el día de la catarsis. La fiesta que confirma que Managua es todavía un pueblón. Una gigantona de azul camina adelante de su enano cabezón y sus tres músicos. Dos vendedores de Eskimo y uno de raspados comparten su botella de Caballito. El de los raspados, sentado en la montura de su bici-raspadería, dice sonriendo a los eskimeros que no ha vendido nada. Luego saca del bolsillo del pantalón otra botella plástica de Caballito.
Tres niñas vestidas de indias bonitas corren detrás de una mujer gorda que viste jeans, camiseta y gorra. En la acera, una mujer con una trenza encanecida que le cae hasta el comienzo de las nalgas, sostiene tres flores rojas de plástico en la mano izquierda. Otra que va en chancletas, calcetines y falda a la rodilla, se abre paso en el remolino de gente que espera la pasada del Santo desde cualquier pedazo de asfalto.
Es la fiesta de los pregones. “Algodones, algodones”, grita uno que lleva un palo largo del que cuelgan como hojas motas rosadas y amarillas resguardadas en bolsas transparentes. “Sorbersorberteee”, dice uno que enseña una vitrina minúscula con 10 conitos de colores adentro que parecen juguetes. Tililín, tililín, se agitan frenéticos los chischiles de carritos eskimeros.
“Helicópteros, muñecos, vas a querer amor”. Una marimba, dos marimbas, varias marimbas suenan al mismo tiempo. La gente salta y bate los brazos con las manos puestas a la altura del pecho como si algo se les fuera a caer. Estallan cohetes. Uno que otro palo cae como lanza entre la gente. Hay muchos ramilletes de cohetes que van en los hombros de los vendedores. La Policía impide que se haga “agosto” con la pólvora. Una banda de chicheros desencaja con sus trompetas , trombones y tambores las caderas de cuatro travestis que se mueven en corro, de espaldas a unos borrachos que les chiflan y los manosean.
Hay cachetes embadurnados de aceite negro de carro. También espaldas, brazos y mangas camisetas untadas. Una mujer estampa los cuatro dedos de una mano en la mejilla de una amiga. Ésta se muere de risa y le responde de la misma manera, mientras le alcanza el cuello.
Humo. Huele a carne asada, huele a vigorón de 10 pesos. A pólvora. A ron barato. Es la fiesta de la borrachera barata. La botella de “leche”, como le dicen al Caballito, el trago que es transparente como el agua, cuesta 20 córdobas. El recorrido de Santo Domingo es un destiladero de caña. Una ebria cae en el camino, después que pasa el Santo, y seis cruzorojistas se abren paso para auxiliarla. Comprueban que es pura intoxicación alcohólica y la sueltan. En esa ambulancia han socorrido a dos. El jefe de brigada dice que no pueden llenar de borrachos el carro, no darían abasto.
Johnjarvin González, de 9 años, lleva su propia urna y su propio Santo Domingo. La promesa empezó cuando él ni pensaba. “Nací con azúcar”, dice.
Detrás del Santo, no hay chicheros. Sólo un susurro de pasos. Un murmullo de voces y miradas que se elevan en dirección al arco de flores celestes y blancas, donde va el Santo que todos han visto pasar. Al que le gritan y le bailan desde los balcones que se improvisan en cualquier casa, en cualquier acera.
Detrás, van mujeres canosas, Caminan tranquilas sin saltar. Unas van con delantales. Otras con sus mejores ropas y en chinelas. Van del brazo de sus hijas que llevan en el pecho a alguna indita dormida que adornaron en la mañana. Una pequeñita que se resiste al sueño tiene una larga cola de pelo injerto. Los dientes de un niño rechinan al ver la pata destrozada de un caballo que no lleva casco y que carga a un jinete inconsciente. Es la fiesta de todos.

(Nota publicada en La Prensa 02-10-2009)